Llego a Lima luego de dos viajes de trabajo, uno a Estados Unidos y el otro, a Europa. Ambos han sido muy juntos, con apenas una noche en casa de diferencia, y el jet lag del segundo no se termina de disipar cuando escribo estas líneas. Aquí y allá los problemas fueron los mismos: largas colas y continuos retrasos, como si la industria aérea no se terminara de recuperar del trauma del covid. Los tiempos muertos se alargan entre Migraciones y Seguridad, pero las explicaciones difieren: temporada de huracanes, huelga de controladores aéreos de Francia, poca fuerza laboral disponible. No hay personal para meter las maletas en el avión, nos confiesa el piloto de un vuelo de 12 horas en los que tendremos que esperar dos más en cabina. ¿Alcanzaré la conexión?
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Eso no es viajar, pienso, apenas piso el Callao. Viajar es lo que haremos mañana a las 6 a.m. Nos esperan 1.100 kilómetros de Panamericana Norte rumbo a Piura. Es temerario. Nunca he conducido más de cuatro horas seguidas y hacer entre 9 y 10 en días consecutivos no parece un premio. Pero lo es. Mientras las ciudades se deshacen en el desierto, mientras la arena vuelve a mostrarse limpia, caigo en cuenta de que viajar no es trasladarte funcionalmente para cumplir una labor asignada. En esencia, viajar es sentir que puedes dejar tu lugar en el mundo de forma tal que tu sentido de autonomía y tu predisposición para lidiar con el azar están en equilibrio. Esa fricción entre lo que uno decide y lo que a uno le pasa debería crear un conocimiento, expandir una idea, producir una movilización interna.
Ya en La Libertad no tengo, sin embargo, epifanía ni revolución, solo la pierna derecha entumecida, las listas de Spotify agotadas y cierto desasosiego. Hasta Huarmey la autopista es estupenda y cierta idea de ornato ha permanecido, a pesar de las carencias. Pasando Casma, en cambio, en las entradas a Chimbote y Trujillo, la bienvenida la dan grandes basurales que pueden ser un extraño símbolo de prosperidad (todo detritus da cuenta de un superávit), pero también de descuido y desprecio. Lo triste es que ambas capitales son cada vez más parecidas a Lima: enormes, desordenadas, agresivas. No hay peor trauma para el limeño que ver cómo el mal ejemplo ha cundido y le empieza a ganar una sensación pesadillesca y asfixiante: qué movimiento más absurdo es salir de una Lima para entrar a otra. El rey del cemento ha destronado al de la primavera; el experimento social que Arguedas creyó ver en las fábricas y arenas de Áncash no son materia de conversación de zorros mitológicos, sino de gallinazos y gaviotas que se alimentan mañana, tarde y noche de los desperdicios acumulados en los múltiples desmontes a orillas de la carretera.
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Pero al llegar a Piura algo cambia. Al pasar por Sechura, la inmensidad del desierto y la monotonía del viaje vertical crean un estado de suspensión lisérgica. El hombre ha cortado perpendicularmente un pequeño infinito y el castigo es enrarecerse bajo un sol imposible, con un viento imposible, en una tierra imposible. Sechura no produce alucinación, es alucinación, y bajo esa droga avanzamos ciegamente con el optimismo de que acelerar, tarde o tan temprano, nos permitirá salir y alcanzar el mar. Durante horas no se produce el milagro y cierta opresión invita a dejarse llevar por el ritmo árido y la melodía ventosa, pero el café logra evitar el soponcio y ese pequeño hombre que soy al volante insiste.
Cinco horas después, al esquivar la penúltima ciudad hacia la última frontera con Tumbes, por fin aparece el mar. Y con él, las ballenas. Estamos salvados, digo.
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