El atentado contra Salman Rushdie es un terrible recordatorio de cuán amenazada está la libertad, incluso en los países que han prosperado teniéndola como fundamento. El error es evidente: creer que está garantizada. No lo está. Nunca, en ningún sitio.
Los enemigos de la libertad son múltiples y atacan desde muchos frentes. Desde el acecho de las políticas identitarias radicales, que aplanan al individuo hasta convertirlo en un reducto étnico desde el cual el proyecto republicano es quimérico, hasta el envalentonamiento de las facciones neofascistas, que utilizan la violencia para amedrentar o tomar Estados democráticos.
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Cercan a la libertad los populismos, que a través de la demagogia, la invención de un “pueblo”, la polarización, la construcción de enemigos internos y externos, y otros recursos de politiquería barata tratan de convertir a la ciudadanía en masa, en el sentido de Elías Canetti, con el fin de liderarla hacia la opresión o esconder el robo.
Pero hace lo propio la corrupción organizada, que usa vientres de alquiler para tomar la representación ciudadana con fines espurios, contingente diverso en el que conviven, en el Perú, los detractores del Estado laico, los promotores de la contrarreforma educativa, los valedores del transporte asesino, los múltiples carteles que prosperaron durante los últimos 20 años, un larguísimo listado de lumpenburguesía pura y dura, en el sentido de Karel Kosík: aquellos que combinan la labor empresarial con la criminal bajo la idea de que la diferencia entre lo moral y lo amoral es un vestigio del pasado. Para ellos, el Perú es el paraíso.
Son enemigos de la libertad los regímenes autocráticos que invaden países indiferentes al derecho internacional, como ha procedido Rusia con Ucrania; así como las potencias con partido único, donde la censura es cotidiana, como China.
Son enemigas de la libertad, por supuesto, las teocracias fundamentalistas que mandan liquidar a periodistas, escritores y editores por lo que dicen o podrían decir, pero también lo son las mafias locales que, en las democracias liberales, ejercen presión (judicial, económica) para acallar a quienes no pueden rebatir en el campo de la palabra. Los primeros son más notorios porque desde Occidente se les ve y se les siente medievales, pero los segundos abundan y prosperan sin estar suficientemente problematizados: se los encuentra detrás de las bancadas mercantilistas del Congreso peruano, pero también en la estampida fascista que tomó el Capitolio luego de la derrota de Trump.
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Más folclóricamente, son los grupúsculos achorados que pretenden intimidar a las librerías donde se presenta obras que no leen pero desaprueban. Más trágicamente, son los 13 periodistas asesinados en México en lo que va del 2022, crímenes que no tienen respuesta.
Trivializan la libertad quienes la usan sin ser conscientes de que su ejercicio es un privilegio. Propalar noticias falsas, hacer periodismo sin ética ni método, publicar dichos y rumores, preferir el condicional a la afirmación y la afirmación no corroborada a la evidencia son todas maneras de debilitar el ejercicio de la libertad. Pero que no se confunda nadie: ofender es un derecho, incomodar es un deber, sospechar es una obligación y pensar críticamente es una necesidad. La prensa que no incomoda se llama relaciones públicas.
Salman Rushdie convalece en defensa de estas ideas y Roberto Saviano vive escondido por lo mismo. Las víctimas de Charlie Hebdo no se olvidan. //
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