"Cada quien, en la soledad de la cámara secreta, solo con su alma y sus ideas, sabrá si vota por conveniencia, miedo o convicción". Lee la columna de Renato Cisneros. (Ilustración: Kelly Villarreal / Somos)
"Cada quien, en la soledad de la cámara secreta, solo con su alma y sus ideas, sabrá si vota por conveniencia, miedo o convicción". Lee la columna de Renato Cisneros. (Ilustración: Kelly Villarreal / Somos)
Renato Cisneros

Si no apoyas a , no significa que avales a . Miente quien intenta hacerte creer esa supuesta dicotomía. Si no estás con uno, dicen, estás con el otro. Falso. No respaldar al fujimorismo en esta segunda vuelta no quiere decir que de pronto te volviste rojo, rojete, izquierdoso o terruco. No quiere decir tampoco que no te importan el país, ni el futuro de tus hijos, ni que has perdido “tus antiguos valores”. Por más que te lo repitan, con desafortunadas ironías de por medio, tus viejos mejores amigos en los chats de . O por más que te lo reprochen personas que estimas (o creías estimar) y que no entienden –no se dan el trabajo de entender– que puedes pensar distinto de ellas. Por más que en las redes sociales gente que no conoces recrimine tu cautela con insultos, y por más que gente que creías cercana valide esos insultos dándoles “me gusta”. No apoyar a Fujimori significa únicamente eso: desconfiar de su proyecto político lo suficiente como para no votarlo.

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Del mismo modo, no apoyar a Pedro Castillo no implica adhesión alguna al fujimorismo. Que no te guste el lápiz no quiere decir que te gusta la naranja. Tampoco significa que buscas “mantener tus privilegios”, o que te “pones de espaldas al urgente cambio de modelo”, o que “en el fondo eres un derechista asolapado”, como afirman ciertos colegas militantes, algunos de ellos ex compañeros de universidad o de redacciones periodísticas, que se decepcionan públicamente al percibir lo que ellos llaman “falta de compromiso”, “condescendencia con la mafia” u “olvido selectivo”. Otra vez: no apoyar a Castillo solo significa que su plan de gobierno, ya desdibujado de tanto maquillaje que lleva encima, te parece un soberano bodrio.

El sábado siguiente a la primera vuelta escribí aquí mismo una columna (“Monólogo del indeciso”) en la que invocaba a los (e)lectores a no regalar su voto con premura, a exigirles a los candidatos finalistas anuncios, movimientos y compromisos que denoten cierto respeto por la democracia, a obligarlos a conjurar los fantasmas que los rondan. En esa misma página establecí una analogía que hoy me veo en la necesidad de corregir. Señalé que Castillo parecía ser un paracaídas parchado, mientras que el paracaídas marca Fujimori presentaba incorregibles averías de origen. Seis semanas después, me retracto. Ambos paracaídas son igual de calamitosos y pueden depararle al usuario un desenlace muy accidentado. Así como el improvisado Castillo no ha conseguido depurar su entorno, contaminado de radicales con agenda propia, la porfiada señora Fujimori no ha sabido despercudirse de la sombra del fujimorismo de los noventa. Los gestos de uno y otra, más que persuadir a los indecisos, han estado orientados a fortalecer sus nichos duros.

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Aún así, toca respetar a quienes votarán por cualquiera de las dos alternativas. Cada quien, en la soledad de la cámara secreta, solo con su alma y sus ideas, sabrá si vota por conveniencia, miedo o convicción. Pero tan válidos como esos votos serán los votos blancos o nulos: legitimados por la constitución y entendidos como una muestra de hastío, como una voz de protesta, disconformidad o repudio hacia las ofertas existentes. Aunque arrecien voces de ambos extremos chantajeándote, diciéndote tibio, cobarde, medroso, ejercer la libertad –tan mentada en estos días– consiste precisamente en eso: votar por conciencia, no por cálculo, no por pánico, no por corrección social, no mirándote el bolsillo, no según las expectativas morales de los demás. Nadie, ni siquiera aquellos a quienes más quieres, puede quitarte el derecho a protestar este 6 de junio.

Espero que las heridas abiertas durante la campaña cicatricen pronto. Necesitamos que a partir del 28 de julio el próximo presidente o presidenta tenga enfrente a una sociedad lo más unida posible, fiscalizándolo minuto a minuto, recordándole tantas veces como sea necesario –en las calles, en las redes, donde sea– que su elección, siendo democrática, no es representativa. Quien gane la próxima semana debe saber que a regañadientes le encargamos la presidencia por cinco años. La presidencia, no el poder. Ese seguirá siendo nuestro. Nos dejen o no. //

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