Estatua de Francisco Pizarro en Lima, en 1961. FOTO: Archivo Histórico El Comercio.
Estatua de Francisco Pizarro en Lima, en 1961. FOTO: Archivo Histórico El Comercio.
Renato Cisneros

No en el norte del Perú, la cuna de Haya de la Torre, Maju Mantilla o ‘Gringasho’, sino en la Trujillo original, la española, ubicada en la región de Extremadura, provincia de Cáceres.

Aquí nadie sabe muy bien qué significa la palabra «Trujillo». Se supone que es un derivado de la voz latina «turgalium», cuyo significado carece de precisión: para unos académicos remite a «hinchazón», para otros a «manantial». Hay incluso quienes sostienen que Trujillo deriva del latín «turrius Iulios», que significa «las Torres de Julio César». Más allá del significado, salvo el misterioso topónimo, es poco o nada lo que esta ciudad comparte con su homónima peruana. Para empezar, las demografías son abismalmente diferentes: en nuestra Trujillo vive casi un millón de personas, en cambio aquí no llegan a ser diez mil. Tampoco hay similitudes en materia histórica, geográfica, arquitectónica, climatológica ni folclórica. Ni siquiera ostentan lemas parecidos: la peruana es «la ciudad de la eterna primavera», la española es «la ciudad de los conquistadores».

La conocen así porque aquí nació nuestro muy conocido pero también Francisco de Orellana, a quien los historiadores adjudican el descubrimiento del río Amazonas; y Diego García de Paredes, apodado «el Sansón de Extremadura», militar que actuó al servicio de reyes, duques, papas, cardenales, y que se convirtió en el soldado más famoso de su época. La verdad es que uno camina por Trujillo, recorre su centro hecho de callejuelas empedradas, divisa desde lo alto sus casonas de techos rojos, admira sus castillos de otro siglo, contempla sus palacios que recuerdan el paso por estas tierras de árabes, romanos y visigodos, y se queda con ganas de traspasar la llanura, cruzar el Atlántico y conquistar algún país.

De todos esos próceres es Pizarro, sin duda, el gran referente de este lugar. Nosotros lo conocemos como asesino de Atahualpa y fundador de Lima, pero aquí le llaman unánimemente «el conquistador del Perú». En la plaza mayor hay un monumento ecuestre con su figura. Es una estatua idéntica a la que podía encontrarse en Lima, en la antes llamada plaza Pizarro, al lado de Palacio de Gobierno, hasta que el ex alcalde Castañeda —en idiota gesto populista— ordenara en 2003 trasladarla al poco vistoso parque de la muralla, por considerarla «ofensiva a la peruanidad». En aquel momento el prestigioso historiador José Antonio del Busto criticó duramente la decisión diciendo que a Pizarro «podrán sacarlo de ahí, pero jamás de la historia (…) los peruanos no somos vencedores ni vencidos, somos descendientes de los vencedores y de los vencidos». Escasas son las posibilidades de que Castañeda haya comprendido esa reflexión.

Un peruano no puede llegar hasta la Trujillo de Cáceres y dejar de visitar la casa de Pizarro, una modesta vivienda de dos plantas ubicada en lo alto de una cuesta. En la planta inferior se encuentran, bien conservadas, las habitaciones y dependencias de los Pizarro. La segunda planta ha sido habilitada como museo, donde con documentos y gráficos no exentos de gruesas erratas se da a conocer la versión local de la conquista del imperio de los incas.

Al momento de salir, quizá compadeciéndose del entusiasmo con que me vio fotografiar la fachada, la encargada del museo me advirtió: «bueno, en rigor, esta no es la casa de Pizarro, sino de su padre, recuerde usted que Pizarro fue hijo bastardo, alguna vez pasó por aquí, pero nunca vivió en este lugar».

Por alguna razón había olvidado ese dato clave en la biografía del personaje: su bastardía. Durante los minutos siguientes no pude dejar de asociar esa condición ilegítima, ese sentirse al margen de la oficialidad, con el espíritu informal de los peruanos, con ese arraigado sentimiento de postergación que muchas veces determina nuestros actos. Todo conquistador, después de todo, es un padre simbólico, y hereda a los habitantes de ese suelo algo de su piscología y personalidad.

Horas más tarde abandoné Trujillo, y aunque me fui conmovido con la magnífica escenografía de Extremadura a mis espaldas, pasados unos kilómetros tuve un acceso de melancolía culinaria y deseé más que nunca estar sentado en una mesa de Huanchaco comiendo un ceviche de mero, secando una cerveza, viendo cómo el sol se hunde en las aguas turbias del Pacífico. //

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