(Foto: Archivo El Comercio)
migración

Es quizá un mito nacional, mi pata, mi pana, eso de que los peruanos somos nada más que hospitalarios con el extranjero. Basta ver cómo esta semana se han encendido hogueras porque en la playa a las venezolanas se les compra ‘chups’ de tres soles y a las peruanas no. Lo cierto es que no estamos acostumbrados a ser anfitriones permanentes. Una ola migratoria foránea similar, de hecho, no se ve desde la década del 30, con el arribo de miles de japoneses a estas tierras del sol (muchos de ellos expulsados después, durante la Segunda Guerra Mundial). Hace casi cien años ya. De ahí que Jesús Cosamalón, director de la maestría de Historia de la Universidad Católica, sostenga que nuestra sociedad no es, en realidad, tan diferente de cualquier otra que se sienta amenazada con la llegada de migrantes. Han ocurrido, qué va, y seguirán ocurriendo manifestaciones ‘anti’ cada vez que el fenómeno social se produzca. Al menos al inicio. Fe de ellos bien la podrían dar los peruanos que por hordas llegaron en años pasados a Buenos Aires, Santiago de Chile, Madrid, Milán, New Jersey. If you know what I mean, amigou, sudaca-merican rocker.

Estos circuitos defensivos de arranque, empero, impiden vislumbrar las repercusiones positivas que para la cultura podría significar la integración. “Tal vez ahora es muy temprano para entenderlo, pero las sociedades siempre se van a enriquecer culturalmente con la llegada de migrantes. Un ejemplo tangible es lo que nos pasó con la importantísima presencia de chinos en nuestro país. Ellos, que llegaron en condiciones ni siquiera comparables con las de los venezolanos, terminaron ejerciendo una influencia enorme, por ejemplo, en nuestra gastronomía”, dilucida el historiador.

Hay que decir a su vez, añade Cosamalón, que existen entre la cultura peruana y la venezolana varios patrones y elementos comunes cuya recordación cotidiana puede contribuir al desarrollo armonioso del proceso de convivencia. Entre ellos episodios históricos, temáticas en la literatura, luchas contra dictaduras o, incluso, preferencias musicales. Y acá aplican pintados los versos entonados por don Óscar de León, caraqueño de nacimiento, leyenda de la salsa mundial: “Comunicándonos algo, podemos vivir en paz. Si sentimos que fallamos...”.

El ‘nos están quitando la chamba’ que empieza a escucharse cada vez con mayor frecuencia en las combis, en la cola del banco o en videos virales de las redes sociales, detalla el antropólogo Carlos Eduardo Aramburú, pues, se traduce en el injustificado temor recurrente en sociedades en crisis. “Una que padece de desconfianza hacia la política y el gobierno, como la nuestra, se siente inestable por todo. En términos numéricos, por ejemplo, la fuerza laboral peruana está por encima de los 15 millones de personas. Entonces que vengan 100 mil venezolanos realmente no afecta. Quizá en algunos nichos, pero no de forma global. Con la condición dicha, es inevitable que el miedo ante la llegada del otro se instaure. La dinámica de comportamiento social suele ser la misma en la historia. Así sucedió en Estados Unidos tras la Gran Depresión o en Alemania por las guerras”, puntualiza. 

CON MUCHO SWING
Al costal del debate, asimismo, se ha metido como última excusa discriminatoria el carácter y la personalidad de los recién llegados. Se habla ya de ‘su salamería fintosa’. Porque hay crítica si se suben al bus a hacer concursos de chistes entre los pasajeros, en vez de lamentar su suerte. Porque hay celo si la nueva broma local de la novia o el esposo, ante el hastío de cualquier lid sentimental, se refiere al cambio de pareja ‘por un arepero (a)’. Sale Perú, entra Venezuela.

“Es verdad que se los percibe como personas bastante amables, pero esto también pasa por el natural proceso de adaptación que atraviesa quien emigra. Quienes han venido no son una muestra al azar de su población. Es gente joven y calificada. Allá ha habido una fuga de talentos. Uno, para ser aceptado en otro lugar tiene que esforzarse más y estar dispuesto a trabajar en oficios con menores ingresos. Por eso no es raro ver abogados trabajando de mozos. Es un fenómeno común a cualquier cultura, no solo la venezolana”, aclara Aramburú.

En cualquier caso, arguye, de todo esto se pueden sacar varias reflexiones positivas: “Hay que tener agallas para irse a otro país a empezar de cero. Estos chicos son ejemplos de esfuerzo individual y de resiliencia, de salir adelante ante la crisis. Sin quejarse, trabajan con empeño. Esa es una primera lección que los peruanos podríamos aprender”. Y ya está, caracho, cónchale vale.

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