El problema no es la playa, el problema somos nosotros. Nos dan mil metros cuadrados e igual nos agrupamos con la mayor proximidad posible, bípedos implumes lubricados por la alquimia sentimental propias de la unión entre cerveza y cebiche.
Tampoco es que seamos exactamente un problema, si no más bien una resolución postergada. Tenemos dos años alimentando hipocondrías o ignorando síntomas, jugando con la ruleta mortal de lo queremos escuchar según nuestro algoritmo: La tía de una amiga de mi amigo me dijo que. Y eso basta.
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La playa es la mejor promesa de verano. Húmeda, fresca y con la debida profundidad de campo como para reconfirmar que la vida no es vivible en enclaustramiento. Sobre la reconciliatoria arena de sus orillas temerariamente se diluye el miedo, se acorta la distancia que hace del otro una amenaza, y se relaja el asco al microbio ajeno. El calor y la piel expuesta le dan al contacto, esa prohibición médica, una fuerza magnética.
Nos esperanzamos desmedidamente con aquello de “cuando esto acabe”. Cuando esto acabe reiré más. Cuando esto acabe seré más agradecido. Cuando esto acabe votaré bien. Cuando esto acabe viviré mejor y me preocuparé menos. El problema es que no acaba, y hasta la esperanza se cansa.
Se celebró y glorificó la noble virtud de la resiliencia, pero sin advertir que nunca se garantizó como inagotable. Nuestro mecanismo automático de supervivencia, que desde los Picapiedras es la primera línea de trinchera ante el estrés, indica dos caminos excluyentes ante una amenaza: la lucha o la huida. Ninguno de los dos es sostenible cuando se vuelven opciones permanentes. Ahí es cuando llega el corto circuito. El famoso ´ya quemó´.
Vivir en constante estado de alerta, con no pocas tragedias reales atropellándonos en el camino, habrá de generar una sincronizada oleada mundial de enfermedades mentales. Ya hay síntomas visibles de esto, como el campeonato mundial de globos.
Cada uno de nosotros lleva puesto un coctel de estresores crónicos que han madurado y se han convertido en parte de nuestra disfuncional personalidad pandémica. Solo esperan el detonador indicado. Hay más kilos, más canas o menos pelos, pero también hay un huayco que, como la bobalicona felicidad del Principito, es invisible a los ojos.
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A esta complejidad se le suma la confirmación de liderazgos que no estaban a la altura de una encrucijada como esta. Como la de los que se vacunaban a escondidas o negociaban de igual manera. Bueno, usualmente no están a altura de ninguna encrucijada[1]. Pero en tiempos de prosperidad y relativa calma no se nota. Sin pandemia hasta Alejandro Toledo pudo ser presidente, sirviéndose el mismo hielo con sus presidenciales manos.
La pandemia ha sido como la caída de un meteorito en cámara lenta, ahora que una mala película con buenos actores nos hace hablar del tema. Un vals lo dijo antes: que sufra mucho pero que nunca muera.
Hubo meses en que se cantaba Contigo Perú en las noches y se aplaudían a médicos y a enfermeras. De manera escrupulosamente inútil desinfectábamos bolsas de comida y suelas de zapatos. Así llegamos a un fin de año con cierres de playas en feriados que serán liberadas al tercer día, como si al virus tuviera en consideración que es domingo y no se trabaja. Será el primer y mayor acto de estupidez nacional del nuevo año, un comienzo con pe de patria.
Como decía el inventor de la confusión, el señor Confucio, todos tenemos dos vidas, y la segunda empieza cuando nos damos cuenta de que solo tenemos una.
Amiga, amigo date cuenta.
[1] Llegamos al Bicentenario de la República para que un presidente anuncie un aeropuerto para Chota.
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