Tenía los ojos cerrados, los párpados apretados para que el sol no me ciegue nuevamente. Sentía un ligero ardor en la piel y un fuerte olor a Hawaiian Tropic, que aún relaciono de inmediato con el verano. Pataleaba, agitaba los brazos levemente, le hacía caso a ella en cada una de sus indicaciones. Flotaba. Sus manos estaban debajo de mi espalda, debajo también de mis muslitos que amagaban una incipiente autosuficiencia. Ella me seguía diciendo qué hacer, pacientemente. Aunque no podía verla aún, sabía que llevaba un sombrero blanco y de ala ancha que protegía su rostro del sol. Entonces, yo tiré mi pequeño cuello hacia atrás y estiré las piernas hasta la rigidez. Sus manos se retiraron. “Tranquilo, tranquilo”, me decía. “Ya estás flotando por ti mismo. Aguanta un ratito más”. Y yo lo intentaba, aunque me sobresaltaran los gritos de otros niños que entraban al mar a nuestro lado a jugar, a chapotear, a perseguirse como si estuvieran en un parque o en el patio del colegio. El agua salada entraba a mi boca, aunque no quisiera. “Bótala al toque, Ricky, no te la tomes”, me decía ella. Y yo le respondía: “Cuando haya aprendido a nadar, ¿me compras un BB de fresa para quitarme este sabor?”.
Mientras ella reía, me soltaba por un instante y yo me paraba nuevamente en la arena. A ella el agua le llegaba apenas a la mitad de los muslos y a mí casi hasta el cuello, pero no me soltaba la manito. Desde la orilla miraba hacia los veraneantes, muchos acomodados en sillas o banquitos de colores, plegables, otros protegidos bajo grandes sombrillas que decían ‘Coca-Cola’, aunque los carteles de Bimbo, Lima Limón, IQ, Lulú o Teem fueran más grandes en la Panamericana Sur, la única Panamericana que entonces había camino aquí. Después de algunos otros intentos, lo logré: pude flotar solito y avanzar un poco en el agua, pataleando y agitando los brazos con la torpeza natural de mis cuatro años. Era el verano del 83. Mi mamá y yo lo habíamos conseguido. Pocos minutos después, ya saboreaba el BB D’onofrio de fresa que me había comprado como premio a mi intrepidez.
Señoritas y Caballeros eran sus playas favoritas en aquellos días. A veces íbamos solo los dos, en su Datsun beige del 81. Otras veces, se reunía con sus amigos y amigas para ir en grupo. Si hay algo que no ha cambiado en nada, en más de 30 años, es el espíritu gregario con el que la mayoría de jóvenes disfrutan sus días de playa. Porque si hoy el kit anticancerígeno (sombrilla, lentes de sol, sombrero y bloqueador o bronceador con elevados niveles de protección) es casi una obligación, algo que no ha faltado nunca es un cooler lleno de chelas. Eso, aunque las chicas prefirieran los vodkas con naranja como alivio al calor. Ya por esos días no faltaba la señora que pasaba, rauda, vendiendo choclo con queso fresco y su bravo ajicito, o el veraneante recursero que se abría paso en la arena al sagrado grito de “¡Sááááángucheees, ahí tiene sus riiiicooos sááááánguches de pollo!”. Sin embargo, aún no eran muchos vendedores. Eran tan pocos, en realidad, que podías verlos, un mismo día, caminando en Pulpos, en El silencio, en Señoritas, en Pico Alto, en Playa Blanca, Playa Negra o Kontiki, las preferidas por mi mamá en aquellos años, antes de que eligiera La Encantada y su infranqueable olón orillero para descansar de los ajetreos de la semana. Y todo porque allí también había helado glacial: manguito, coquito, uvita verde, uvita negra o limón, sabores negados al momento de pedir BB.
La juventud en la otra ribera
Años más tarde, mientras pasamos veranos en una casita de dos pisos en la calle Bolognesi de Punta Hermosa, oíamos historias de amigos que aseguraban que, muy al sur, poco antes de llegar a Cerro Azul, había una zona de playas casi deshabitada, que solo era visitada en los campamentos de Año Nuevo o de Semana Santa. Ya lo contaban los amigos de mi abuelo que jugaban bochas en el Club de Punta Hermosa. Mi abuelo fue, irónicamente, un abogado que siempre defendió el derecho de todos de ir a las playas, sin pagos extras ni exclusividades. Con el tiempo fui escuchando más sobre esos lugares ajenos, VIP, ubicados más allá del kilómetro 70. Pero para nosotros solo era playa si tenía calidez de barrio, como ocurría con Punta Hermosa o San Bartolo. Lo otro no era más que una moda pasajera. Todo sobre ellas sonaba como el título de una ya olvidada película peruana de 1992: “Asia, el culo del mundo”. Hoy, la abundante oferta de restaurantes, discotecas y las distintas posibilidades de los balnearios más cercanos a Lima, hace que más gente se la piense dos veces antes de ir hasta Mala. Parafraseando a Monterroso: cuando Asia despertó, Punta Hermosa todavía estaba allí.
Ya a fines de los 90, en los últimos días que pasé en aquella casita amarilla puntahermosina, cambié los carnavales, los matagente y las chapadas que jugaba infaltablemente cada verano con los chicos y chicas del barrio playero, por la soledad de quien quería escribir sus primeros cuentos y poemas. A veces iba solo a la casa. Daba largas caminatas solitarias por las playas, trepaba a La Isla, siempre hermética y misteriosa, aunque la bese el mar todo el día, y volvía a mi máquina de escribir. Ni soñaba aún con tener una laptop. Uno de esos días vi, por primera vez, a dos caballeros compartiendo whiskys de mediodía en una terraza, mirando el mar, conversando concentrados, riendo, gesticulando. Me parecieron conocidos, así que pasé una, dos, tres veces más y lo supe: eran Fernando Ampuero y Alfredo Bryce. Al verlos un día y seguirlos viendo más ese verano, pensé que mis primeros intentos literarios se escribirían casi solos, de puro contagio. Los imaginé como Carmela y Estela, protagonistas de “Dos señoras conversan”, del mismo Bryce, recordando entre copitas, chismecillos y picardías la Lima de su juventud. Más o menos como yo estoy recordándola ahora, como si mi mamá –bronceada, veinteañera y hermosa–acabara de dejarme solo, aprendiendo a nadar en el mar, con la eterna promesa de un BB de fresa como premio a mi valor. //