Cuando en el 2017 se desarrolló el último gran capítulo de la controversia con Chile por la defensa de la denominación de origen del pisco, miles de peruanos aprovecharon esa polémica comercial para militar en el nacionalismo fanático y referirse al vecino como si se tratara de un enemigo bélico. Al final, el asunto se zanjó con un principio de realidad indiscutible: Perú y Chile tienen más semejanzas que cuentas pendientes.
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Traigo a colación ese episodio para preguntarme si será posible, en el corto plazo, emular el reciente talante democrático chileno. En diciembre del año pasado, Chile eligió a un presidente, Gabriel Boric, que inmediatamente recibió las felicitaciones de su contrincante, el candidato José Antonio Kast. En ningún momento este último alegó algo parecido a un fraude electoral. Se suele decir que el triunfo de Boric fue tan contundente (once puntos porcentuales de diferencia) que no venía a cuento poner el resultado en duda: una interpretación caprichosa pues, para efectos de la ley, ganar por uno o por un millón de votos da exactamente lo mismo. Antes, en el plebiscito de octubre del 2020, casi el 80 por ciento de electores chilenos votó por una nueva constitución, distinta de la de 1980, promulgada durante la dictadura de Pinochet (en 2005, siendo Lagos presidente, esa norma experimentó una reforma importante en atención a necesidades políticas y sociales de aquel momento específico; sin embargo, a decir de diversos analistas internacionales, aún mantiene la impronta pinochetista).
La redacción de la nueva constitución, un proceso plagado por un sinnúmero de confrontaciones, arbitrariedades y equívocos garrafales de los que la población tomó debida cuenta, tardó poco menos de dos años. Hace seis días, en una jornada que registró la mayor participación en la historia del país, Chile rechazó el texto constitucional propuesto. Tras contabilizarse los votos, el presidente Boric salió en televisión reconociendo los resultados y convocó a las fuerzas políticas a trabajar en una fórmula más representativa. Punto. No hubo mayor drama. No se vieron celebraciones estruendosas ni protestas notables, más allá de algunos brotes de violencia, que puede entenderse como un efecto residual del estallido del 2019. La lección chilena para las sociedades vecinas es valiosísima porque nos recuerda, primero, que la convivencia justa consiste en aceptar la posibilidad de que triunfe legítimamente una opción distinta de la que uno defiende; segundo, que no debemos renunciar al consenso, pues incluso en un clima propenso al radicalismo es capaz de imponerse a la polarización; y tercero, que la gente, cuando está bien informada, sanciona en las urnas las malas prácticas de aquellos poderosos que, en el fondo, solo se representan a sí mismos.
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Es muy posible que en los meses o años venideros, los acontecimientos desmientan lo que acabo de afirmar –la predictibilidad no forma parte del ejercicio cívico latinoamericano–, pero hoy, al menos hoy, el espejo de Chile devuelve una imagen de pluralidad saludable. Lo contrario ocurre en estos lares, donde la pugna se ha institucionalizado. El presidente no oculta su molestia por el escrutinio del Ministerio Público y tampoco rinde cuentas ante la prensa; el Congreso, casi disuelto por mano propia, vive de espaldas a la calle; y mucha de la discusión ciudadana –prensa incluida– sigue cayendo en la intransigencia y cancelación del punto de vista contrario. “La democracia es incómoda, implica discrepancia […]. La democracia nos protege tanto como nos limita”, asegura la politóloga Gabriela Vega Franco en un Ted-Talk que se encuentra fácilmente en Internet.
Nunca como ahora hay que imitar a los chilenos. El pisco sour les saldrá muy aguado, pero fíjense qué bien les sale últimamente la democracia. //
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