Ricardo Morán (44) se siente, en esencia, director de teatro y cine. Es la TV, sin embargo, la que hoy ocupa su agenda. (Foto: Elías Alfageme)
Ricardo Morán (44) se siente, en esencia, director de teatro y cine. Es la TV, sin embargo, la que hoy ocupa su agenda. (Foto: Elías Alfageme)

La obra que presenta el 4 de agosto en la Feria del Libro no es una autobiografía, aunque sí. Reúne historias inconexas con un hilo conductor. Presenta un caos de índice que ha sido planeado al milímetro con Excel. Es original, chambeada, atrayente. Es él. “La forma elegante de decirlo es que se trata del trabajo de un hombre del Renacimiento, yo. La forma real es que es un arroz con mango. O una falta total de consistencia y compromiso con cualquier proyecto durante un periodo dado de tiempo importante como lograr un objetivo... Puedo hilvanar palabras infinitamente, detenme cuando quieras...”, sentencia el conductor, director y productor sentado en su lugar, un knock out de departamento en Miraflores. La última premisa de aquella cita es cierta. Puede hacerlo. La versión sin editar de esta entrevista tiene seis carillas de Word en times new roman 11 y sin interlineado. Desgrabarlo completo y conservar en la edición la esencia de sus ideas es, empero, un menester. Lo que dice Morán rara vez tiene que ver con esa mezcla peyorativa de cereales y frutas. Todo está bajo control. Anécdotas del fracaso y del éxito (Planeta). Ese es el título, casero. Pase y compruébelo.


Ricardo, ¿todo está bajo control?

Por supuesto que no. Nada lo está. Esa es una de las grandes mentiras que se construyen solas cuando una persona es pública o cuando habla sobre su vida. El libro podía correr el riesgo de ser un ejercicio de ego. Mi forma de evitarlo fue desnudar lo otro: contar cómo las cosas pueden ser a veces –más de las que uno cree– resultado de un salvataje de último minuto. Cómo nada está realmente bajo control. El control es también, un poquito, una ilusión...

Sabiendo eso, ¿te obsesiona?
Cada vez menos. Conforme pasan los años he desarrollado una confianza en el equipo con el cual trabajo. De hecho, descubrí que el libro es una suerte de homenaje a ellos o a la gente que a lo largo del tiempo me ha ayudado a salvar Titanics permanentes.

Cuentas ahí que en el 2004 estabas obsesionado con ser papá. Aún es tu deseo. ¿Por qué?
Sí. Todo gira alrededor de una imagen. Mi papá me enseñó a montar bicicleta y de eso se me quedó la idea de que cuando yo tuviera un hijo iba a reproducir esa memoria. No lo puedo articular de manera racional. Solo me nace del corazón. Lo he sentido toda la vida. Durante años he sublimado esta necesidad con el hijo de Julie Naters, de quien soy padrino, y casi un papá distante. Y también siendo profesor. Pero voy a ser papá definitivamente.

Dadas las circunstancias, ¿cómo lo concretarás?
Con una madre subrogada e inseminación artificial. Probablemente con un óvulo donado.

Hay un capítulo titulado: ‘Cuando comí hongos alucinógenos y me volví productor’. Allí hablas, y cito, de tu “consumo de drogas controlado”. Tema delicado de compartir...
[Ríe] Sí, soy como una viejita... siempre me siento en una silla, anoto mi nombre en el brazo, por si me pierdo. [Pone voz de viejita] “Vamos a fumar la marihuana, ji, ji, ji, ji...”. No abogo por el consumo de drogas. Siento que a mí no me ayudan en el trabajo o a ser una mejor persona. Las drogas más intensas comunes en mi vida son el café y el alcohol. Vino, sobre todo. Pero haber consumido, sí. No lo escondo.

La gran sorpresa, además, es el relato detalladísimo de cómo casi postulas al Congreso con PPK.
De todo lo que cuento, siento que eso es lo que me desnuda más, porque aquello no lo sabía nadie, sí. Fue muy gracioso y de terror a la vez... La primera reunión que tuve con PPK... Yo, en su casa, vi a un hombre mayor con buenas ideas, sin mucha fuerza y rodeado de ‘pirañas’. No se salvaba nadie...

Explicas que estuviste metido en reuniones con asesores, mitines y demás actividades ante una posible campaña y que te decepcionaste. Con otro partido, otras ideas, ¿lo reconsiderarías?
No. Pasé por la experiencia y fueron dos meses nefastos. Me siento más en paz conmigo mismo desde mi lugar como figura pública diciendo lo que pienso y yendo a la Marcha del Orgullo y parándome en el escenario cada año. Fui una vez al Congreso, me senté horas a ver cómo trabajaban... terrible... Creo, en todo caso, que el Congreso es el lugar incorrecto para alguien como yo. Al segundo día entraría a patear mesas... estallaría... Escuchaba el otro día al general Donayre hablar en el Congreso y pensaba: “¿Por qué nadie se para a decirle que está loco?”. Todos se quedan callados. Yo no podría.

Hablando de tu labor como activista de los derechos LGTB, ¿hasta cuándo te ves ejerciéndola?
Eternamente. Como nos ha demostrado la vida, la lucha por el respeto de las minorías nunca se consigue plenamente. Es permanente. La tendencia natural de la mayoría es siempre a arrinconar a la minoría, incluso cuando los derechos están conseguidos. Del clóset se sale todos los días. Y pasas de ‘ustedes son una aberración’ a ‘bueno, no tengo nada en contra de ustedes, pero...’. Siempre que haya el ‘pero’, habrá que seguir luchando.

Las nuevas generaciones parecen tener otra percepción de las cosas, tendrían la mente abierta...
Felizmente... Pero no en todos los estratos sociales. Si te empiezas a alejar de los centros urbanos, de los universos informados, más hacia los lugares de dominio de los grupos religiosos en el campo, encuentras los mismos problemas. A raíz de mi activismo en los últimos cuatro años, me he ido dando cuenta de que la batalla más importante será la social antes que la política. Creo que en el momento en el que el 51% de la sociedad esté con nosotros las leyes se van a aprobar automáticamente. La pelea hay que llevarla a la calle, a las casas, a los colegios.

¿Y cuál es la vía más efectiva?
Hay que visibilizarnos como un grupo de gente positiva para la sociedad. Si la señora que va a la iglesia, a la que toda la vida le han enseñado que homosexual es igual plaga y sida, si esa señora ve a su vecino Gustavo de 60 años, que todos los días riega sus plantas, pasea al perro, y que es hasta aburrido, y también gay, puede haber un cambio. Porque verá que es, además, una persona normal. La visibilización es una gran herramienta de cambio social.

¿Cómo ves al Perú llegando al Bicentenario?
Vivimos una crisis muy grande, estamos pagando los platos rotos de no haberle dedicado a la educación el cuidado que requiere. El otro día veía videos de las inundaciones del 2017 y cómo muchos niños perdieron clases. La gente reclamaba días para recuperar. Luego sale León Trahtemberg comentando que se estaba entendiendo la educación como si esta fuera una fábrica que trabaja por turnos. El que el chico no pueda asistir a clases porque ha ocurrido esto es un motivador de la educación. Ellos tienen que aprender de esa experiencia. De las inundaciones, de la solidaridad, de la empatía, de lo que se hizo mal, hasta del cambio climático. No se trata de cuántas horas se recuperan. Esa mentalidad viene de este cuento del libre mercado y de la derecha que, desde el gobierno de Fujimori, es como se entienden las cosas. En el país con el mayor estándar educativo del mundo, Finlandia, los niños van cinco horas al día a clases y no tienen tareas. Esa mirada de la educación empodera. No te enseña cosas, sino que eres capaz de aprender. Además da una mirada del mundo que permite ver al otro como igual, no como alguien con el que hay que competir en una sociedad en la que la meritocracia tiene que mandar.

Siempre hay alguien mirando por arriba o por abajo...
Así es. Algo que me parece gravísimo es la desaparición del curso de Cívica. Eso repercute en los hábitos de las personas. Tú estás yendo por la calle manejando y hay un estacionamiento libre. Te detienes, pones tus lucecitas y empiezas a acomodarte. Entonces el carro de atrás empieza a reventarte el claxon. Provoca salir y preguntarle a este conductor: “¿Cómo se supone que me voy a estacionar? Tiene que esperar”. Y te dicen: “No, ¡¿por qué?!”. “Porque así es como funciona, no hay más espacio, debe esperar...”.

El otro no existe.
No existe. El civismo es lo que nos enseña a convivir en sociedad. Tener en cuenta al otro es más importante que las ecuaciones. Que saberte todos los ríos: Chillón, Virú... que las trepanaciones craneanas Paracas. Un cruce peatonal. Si hay gente en una esquina que quiere cruzar, hay que dejarla pasar. Al margen de la regla en particular, es el principio lo que está detrás. Yo estoy dentro de un vehículo que es una mole de metal. Puedo destruir la vida de alguien así de rápido. Yo soy el que debo tener más cuidado. El peatón tiene que pasar primero. Si yo me descuido, te mato. Tengo que detenerme y esperar a que pases.

Eso se traslada a las políticas públicas.
Sí. Ya te das cuenta cómo Castañeda trata de construir la ciudad para el usuario del carro y no para el humano. ¡Es al revés!

Regresando al libro. Hay otro capítulo donde das cuenta de cosas que no se saben de ti. Llegaste, por ejemplo, a pesar 112 kilos.
Yo vivo obsesivamente controlando el tema de mi peso, sí. El fantasma del gordo que fui lo tengo permanentemente. ¿Por qué? No era feliz siendo gordo. Y creo que también tenía que ver con este valor que le otorgo a la disciplina, al rigor. Eso no era una manifestación de quien era yo naturalmente. Yo no era gordo, me había engordado por la depresión que tenía en ese momento. Y eso me parecía un descuido conmigo. Incluso ahora. Yo estoy en mi peso desde hace cuatro o cinco años, entreno todos los días, como sano y todavía tengo un rollo. Cuando lo miro, digo: ese es el daño que me hice. Maltraté mi cuerpo y aún no acabo de sanar eso.

Eres fanático, además, de las actividades de riesgo. ¿Qué historia más memorable tienes de ello?
Una vez salté de un edificio de 110 pisos en Las Vegas. Hay un hotel en cuyo techo puedes hacer saltos con cable. Estuve aterrorizado hasta el segundo antes de saltar. Siempre me pregunto ¿por qué hago esto, por qué?! Después se me va el miedo. También he saltado en paracaídas. Cinco mil metros.

A su vez hay varios relatos relacionados con Yo soy, que tiene ya seis años. ¿Te preocupa el desgaste del formato?
Sí, claro. En Yo soy la variabilidad la ponen en gran medida los participantes. Llega gente nueva siempre. Además, hay una selección para la competencia. Una vez que pasan los castings, trato de que el grupo que quede sea diferente. A veces no vamos más por imitadores de cumbia, a veces nos ponemos más rockeros. Luego, entre el segundo y tercer año, entró Katia [Palma] al jurado, y entre el tercero y el cuarto se fue Fernando [Armas]. Siempre hemos rotado. Esta temporada tenemos a Magdyel Ugaz. Ahora somos cuatro. Se ha formado una bandita de vírgenes de la cumbia.

Tú te sientes, en esencia, un director de cine y teatro. ¿Qué proyectos tienes relacionados con ello?
El año pasado dirigí una película, Una Navidad en verano. Este año supuestamente iba a dirigir otra, pero tuvimos que pasarla al próximo, por calendarios. Teatro hice intensamente hasta el 2014 y luego he hecho obras, pero ahora no tengo un proyecto cerca. Para parar lo que estamos haciendo tiene que ser algo que a mí me llene del todo. La dirección de cine y teatro tiene que ser eventualmente mi ocupación principal. Lo será. 

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