Temprano en la mañana, el patio principal del convento de Santo Domingo es un concierto de pájaros que trinan y vuelan en armonía ejemplar. El aire de eternidad que se respira en este lugar, que guarda la segunda fuente más antigua de Lima, se condensa todavía más con la visión de Fiorella Pennano, que avanza por los pasillos con el hábito blanquinegro de la órden dominica. Es como si un milagro hubiese ocurrido. El grupo de turistas habladores de pronto pierde la voz y comienza a susurrar y a tomar tímidas fotos, mientras esta Santa Rosa de Lima reencarnada camina con un vaso de café para combatir el frío del invierno limeño.
Hay algo sumamente poderoso en la figura de Rosa; en su solemne hábito de hermana terciaria, ese mismo que hemos visto en cuadros y estampitas. En las comisarías y también en los preciados billetes de 200 soles. Es un magnetismo del que ni la misma Fiorella ha sido inmune: la primera vez que el cineasta Augusto Tamayo la llamó para conocerla, no le contó nada del proyecto, todavía un secreto. Tampoco se lo reveló la segunda ocasión, cuando él y su equipo le pidieron hacer una prueba de vestuario y, sin que medie más trámite, le entregaron la clásica indumentaria blanca y negra. “No supe qué decir en ese momento. Pensé: me quiero matar, si es lo que creo. En verdad, me quedé muerta de la impresión”, recuerda Pennano.
Lo que siguió fue el proceso de negociación interna. Ponerse las pesadas ropas –tómese esto de forma literal– de la santa nacida en Lima en 1586 y canonizada en 1671 por el papa Clemente X, es un reto que intimidaría a la actriz más pintada. El asunto es que todos tienen una idea predeterminada de quién fue Rosa de Lima, cómo lucía. Una nueva versión de ella puede recibirse con cierto aire a la defensiva. Con dos largometrajes en su curriculum (Como en el cine y Maligno), Pennano aceptó el reto, no sin miedo. Su trabajo era encontrarle el lado humano a un personaje que la tradición nos ha vendido con las fantásticas características de una persona sobrenatural. El desafío no se limitaba a ubicar el conflicto interior. Era también algo físico. “El rodaje fue en el verano del 2017, el de los huaicos. Eso complicó todo, porque teníamos escenas fuera de Lima. Además, yo estaba en una dieta estricta porque Rosa ayunaba. Y encima tenía cinco capas de ropa y estábamos a más de 30 grados. Me quería desmayar, ¡pero lo logramos!”.
UNA PERUANA UNIVERSAL
Isabel Flores de Oliva, el verdadero nombre de la santa, es nuestra peruana más internacional. Además de ser un icono religioso para los católicos, su nombre ha cruzado fronteras desde su muerte, ocurrida hace 400 años y 11 meses. Hay ciudades llamadas Santa Rosa en todos lados. Y no hace mucho, el músico Bruce Springsteen contaba en la primera página de su autobiografía que sus años mozos los pasó como alumno en el St. Rosa of Lima School, de New Jersey.
El director Tamayo (La fuga del Chacal, El bien esquivo) piensa que Rosa es nuestra compatriota más globalizada, y que esa fue una de las razones que lo empujaron a contar esta historia. Tamayo, que no se considera una persona creyente, tiene la virtud de la paciencia: el proyecto lo prepara desde hace 40 años, dice. El primer guion de Rosa mística –como se llama la película que se estrena este 30 de agosto– lo escribió en los años 70, con ayuda del crítico Juan Bullita y luego con la Federico de Cárdenas, ambos ya fallecidos. Tamayo entonces formaba parte de una nueva generación de directores, con Pancho Lombardi, Pili Flores-Guerra y José Carlos Huayhuaca. En todo ese tiempo, vio florecer y marchitarse a muchas actrices con el potencial de ser ‘su Rosa’, hasta que llegó a la versión con Pennano. “Le ha dado un matiz a Rosa que no estaba en el guion. Hay una combatividad en su personaje y una rebeldía que me impresionaron. Le viene bien a este relato que es también una historia de empoderamiento femenino”.
UNA MUJER DUEÑA DE SU DESTINO
La historia de Rosa de Santa María es, sin duda, la de una peruana que en el siglo XVII se rebeló a su peculiar modo contra el camino que le señalaban su familia y su clase criolla virreinal. Lo hacía para construirse el proyecto de vida que le venía en gana. Desde los 16 años, su madre se desvivía por ponerla presentable y tratar de casarla con jóvenes de posición acomodada, que llegaban a su casa de la avenida Tacna atraídos por la leyenda de su belleza. La madre quería mejorar la posición de la familia, que debía mantener a 13 hijos. Pero Rosa tenía su propia agenda: los espantaba a todos, ensuciándose los pelos o la cara y empleando estrategias más peligrosas, como echarse ají en los ojos para hincharse el rostro.
Al rebelarse contra el destino familiar, Rosa prefiguraba sin querer ciertas luchas de independencia personal que resonarían varias siglos después. Su situación de hermana terciaria de los dominicos –es decir, no domiciliada en el convento– le daba suficiente margen de acción para ir a donde quisiera sin avisar a nadie, sin injerencias eclesiásticas y con tiempo suficiente para rezar, su mayor preocupación.
Fiorella Pennano coincide con la lectura que hace Tamayo de Rosa. “Me interesó interpretar a Rosa como una mujer del siglo XVII. Había muchas restricciones y lo que encontré en el personaje fue su lucha personal por algo que sentía adentro como una verdad. Pero no es una lucha que destruya ni que rompa reglas. Lo admirable es que, pese a todos los obstáculos de la época, haya encontrado la forma de hacer lo que quería. Sin ir en contra, sin destruir nada, logró hacerlo todo”.
UNA VIDA MÍSTICA
De Santa Rosa de Lima se han escrito más de 400 biografías. Y, sin embargo, siempre hay espacio para echar luz sobre aspectos poco conocidos. En su caso, las leyendas se confunden con lo estrictamente probatorio y eso es fuente de problemas. Hay varios milagros que se le atribuyen, como haber conseguido que los piratas no atacaran Lima luego de una cadena de rezos promovida por ella. Se ha hablado de que era inmune a los mosquitos que rodeaban su ermita, como lo recuerda una de las tres tradiciones que Ricardo Palma le dedicó. Otros dicen que los árboles se inclinaban en reverencia a su paso.
Stephen M. Hart, en su libro Santa Rosa de Lima: la evolución de una santa (Editorial Cátedra Vallejo, 2017), señala que si alguna de esas cosas ocurrió, no fueron consideradas por el Vaticano al momento de la canonización. En los dos procesos apostólicos que se siguieron tras su muerte, se recogieron testimonios de más de 120 supuestos milagros. Luego de acceder a copias del proceso, el autor encontró que, de los casos presentados, la Santa Sede solo validó nueve milagros, cuatro ocurridos en Italia y cinco en Perú.
Estos acontecimientos se dieron tras la muerte de Rosa, y todos se tratan de curaciones imposibles a personas con extremidades tullidas, dolores de cabeza o fiebres malignas, en cada caso refrendado por testimonios de médicos que daban fe de la mala salud de sus pacientes y de su súbita recuperación.
Un aspecto final que siempre dará que hablar es el relativo a las rutinas de mortificaciones a las que sometía su cuerpo, en sintonía con los grandes místicos que admiraba. Rosa incurría en fuertes ayunos, se privaba del sueño, dormía en una cama que su familia describió como de tortura. Además, está la corona con clavos que se ceñía y sus visiones y conversaciones con Dios, manifestaciones que a los ojos laicos de estos tiempos invitarían, como mínimo, a una revisión psiquiátrica. Tamayo discrepa totalmente de estas posturas. “Puede ser vista como loca, si la juzgas desde el hoy. Uno no puede hacer eso nunca con la historia. El dolor ha sido usado por todas las religiones como camino al conocimiento”. Los grandes místicos de la Iglesia sugerían que con el dolor se percibían las cosas de un modo distinto, más afilado. En esa medida, no era que Santa Rosa se castigaba por sentirse una pecadora. En su concepción, lo hacía como una vía más para trascender y acercarse a lo inefable.