Las alegrías no se explican, se comparten. Los triunfos -que en el fútbol peruano son pocos- no se discuten; se celebran nomás. El próximo 7 de julio se cumple un año de la clasificación de la selección peruana a la final de la Copa América. Un hito que no se repetía desde 1975, con videos en blanco y negro. Perdimos y ya se sabe: la historia no se acuerda de los subcampeones. Solo sirve para tener memoria de lo posible.
Fue derrota pero también camino: estas son algunas lecciones de esa campaña.
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El Fútbol y la Comida: comer y correr
Tendría que ser justicia, abundancia y sobre todo, derecho: vivir con la panza llena. El Perú, este Perú de las más de mil especies de peces, algas y crustáceos, el productor de las 2.301 variedades de papa cultivadas en el mundo -lo que lo convierten, a su vez, en su papá-; el país que es chicharronero, cebichero y pollero, aún es desigual. La mesa es grande pero faltan más invitados. Donde comen dos, pueden comer tres. Es nuestro pendiente. Como el fútbol.
Pese a ello, la gastronomía se convirtió en los últimos 20 años en el único foco ahorrador que alumbraba el orgullo nacional. Todos sacamos pecho, nos salió pipa, y aprendimos a googlear Summum en web. Comer es sanar. Solo le faltaba algo que terminara de unir. Y apareció el fútbol -ese deporte que ciega y paraliza- y su clasificación a Rusia 2018 para asociarse, democratizarlo todo y en esa fiesta, reunirnos a todos alrededor de la mesa. Lo poco que había, se compartía. Lo mucho, se disfrutaba. Cocina y fútbol se juntaron en todo el país durante esas Eliminatorias a Rusia y luego, un año después, en esa campaña de Copa América en que la selección peruana clasificó a la final contra Brasil. Se llama hambre de gloria. Como el vóley del 88, que adelantó los desayunos para las 6 de la mañana, el equipo de Gareca extendió los almuerzos: contra Uruguay (y el penal salvador de Gallese), ante Chile (el baile) y luego con el Pentacampeón. Tocó ganar y tocó perder. Esa opípara mesa de todos los peruanos duró semanas. Diría hasta hoy: por fin los peruanos teníamos dos motivos igual de poderosos, complementarios, para sentirnos orgullosos. Campeones.
Socios para siempre, cocina y fútbol se encontraron en estos últimos tres años para confirmar que, si nos decidimos, la vida puede ser un eterno correr y comer.
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La Generación de la Alegría
Sentados a la mesa de un café desolado en Miraflores, el escritor José Carlos Yrigoyen y yo le dábamos definición a lo que, malhaya suerte, nos resumía: ser de la Generación del Miedo. Nacidos en los 70, educados milagrosamente en los 80 y puestos en la calle antes del 2000, los ciudadanos nacidos bajo ese signo habíamos visto todas las calamidades juntas y, en consecuencia, era natural nuestro gris. El tono de las camisetas que usamos nos delata: negra, ploma, más ploma. Fueron así esos años de frágil democracia, terrorismo, más terrorismo, Intis que no valen nada, violencia, caos. Encima, si nos gustaba el fútbol, peor: esos 36 años desde España hasta Rusia se convirtieron en los peores para hacerse hincha. Los tercos, quedamos. Los fariseos, se fueron. Felizmente, hubo goles del Chorri.
Yrigoyen, que por esos días del 2017 presentaba Con todo, Contra todos, una urgente enciclopedia de Perú en los Mundiales, dijo una frase que debería ir en un polo: “El libro está dedicado a Zoe, mi hija, porque pertenece a una generación que ahora ve posible salir a celebrar a la calle. Tiene esperanza, Nosotros la habíamos perdido”.
Debe ser verdad, aunque se niegue. El fútbol da casa con piscina, Rolex, ropa de diseñador y hasta alegría. Incluso los niños a los que no les gusta tanto patear una pelota duermen con camiseta de Perú como pijama. Como mi hijo. Y no se les borra sonrisa. Y se sienten parte de una generación que tiene un motivo más para hacer caravanas.
LA ÚLTIMA VEZ QUE PERÚ GANÓ LA COPA AMÉRICA
Los nuevos Héroes
¿Qué es una consagración? ¿Qué vuelve estampitas a muchachos que corrían en un arenal? El fútbol tiene la varita mágina de la Tinka: elige a un puñado de hombres y les da espacio en los diarios o en un dominical. Si trabajan esa suerte, les da eternidad. Antes del Mundial de Rusia, el mundo sabía de Perú por Chumpi, Chale y Cubillas. Miraba a una selección estacionada en los años 80. Fuera del embajador Pizarro, apenas conocía a Paolo -por su gol en el Mundial de Clubes-, a Jefferson -por sus años europeos- y la crítica miraba a Gareca como se hace con un pirata extravagante que viene por el oro del Perú: con extrañeza y admiración. Todo lo demás era rumor, cuando no pasado. Eran hojas sepia.
Ese Mundial y la final de la Copa América abrieron las fronteras: fuera de esos apellidos clásicos, fue la ratificación de otros hombres más cercanos al nuevo Perú, este país que ya no debe ser solo Lima o Miraflores. Ahí está, por ejemplo, Edison Flores, el enano de Collique, dos horas de camino hasta eso que llaman Lima Norte. Ahí está, Miguel Trauco, el lateral izquierdo que dejó Tarapoto para hacer pataditas al pie de la Torre Eiffel. Ahí está, también, Luis Advíncula, el Rayo, cuya tenacidad para adecuar sus movimientos de velocista y soportar la crítica abusiva, parecen prehistoria al lado de su presente español.
Y detrás de ellos, todos los que sueñan ser como ellos.
El fútbol es combustible: usémoslo para prender la chimenea cuando toquen días de frío, que van a llegar. Cuando no haya Mundiales ni finales de Copa América. Y esta no es ninguna apología a la derrota, al contrario. Para ganar hay que saber llegar. Y de eso se trata esta nota.