Paniagua era un político discreto y austero. Practicaba su oficio con absoluta entrega, pero sin sentir la necesidad de ponerse en una vitrina para ser escuchado. Quizá por eso, con el tiempo se ha dejado de hablar sobre él, o se puede haber formado un mezquino silencio alrededor de su nombre. Pero el silencio no es lo mismo que el olvido.
Tenía planes: escribir sus memorias, representar al Perú en alguna institución internacional o embajada. Reforzar Acción Popular (AP), aunque eso significara viajar por el país entero y acabar con la salud destruida. Nunca quiso ser candidato presidencial.
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No le gustaba el fútbol, pero hinchaba por el Cienciano, como buen cusqueño. Jamás leía un diario deportivo, pero si había juego, buscaba algún televisor y se paraba a mirar a sus paisanos. Al dejar Palacio de Gobierno, hace 20 años, Valentín Paniagua tenía ganas de volver a su tierra, recuperar su antigua casa familiar, en la calle Nueva Baja, que estaba completamente abandonada. Le faltó tiempo.
LA CONSTITUCIÓN COMO UN “SENTIMIENTO”
Era un político reflexivo y con dominio constitucional, que a lo largo de su carrera fue dejando en libros, ensayos y columnas la clave de su pensamiento democrático: entender la Constitución “como un sentimiento, una especie de ideología unificadora sobre la cual se construyan las instituciones y la vida”.
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Así respondió a la última pregunta de la última entrevista que dio como presidente, dos días antes de dejar Palacio de Gobierno (diario Liberación, 26 de julio del 2001). Le preocupaba la “excesiva personalización del poder”, en la política nacional, y “la tendencia más hacia la confrontación que a la conciliación”. Describió como “un acto de fe” el tiempo de la transición que presidió durante ocho meses, concluido el decenio de Alberto Fujimori.
También aseguró que tenía pensado dedicarse a la política hasta el último día de su vida, pero mientras tanto debía volver a su vida normal, como profesor a tiempo completo del curso de Teoría Política en la Universidad Católica. Y además, a “ser jefe de mí mismo”, dijo, y de un par de abogados en su estudio de la calle Pumacahua, en Jesús María. “Sobrevivir en el Perú decorosamente exige dedicación”. Aquella oficina nunca tuvo nombre, se le conocía de oídas como ‘estudio Valentín Paniagua’, y hoy es una tienda de alfombras.
Antes de comenzar aquella entrevista, veinte años atrás, sentado en un ceremonioso salón de Palacio, se arregló las medias como un niño en la carpeta de su clase: con las rodillas en alto y el cuerpo encogido. Había dejado de fumar después de décadas entregado a la nicotina (nunca se dejó tomar una foto con un cigarro en la mano), y quizá por eso, mientras respondía, le daba vueltas y mil vueltas al cenicero que había sobre la mesa. Tiempo después, una biopsia no mostraría señal de peligro en sus pulmones, pero el médico, de todas maneras, le advirtió: “o usted deja el cigarro o su vida tiene fecha de caducidad”.
“YA ERES PRESIDENTE”
Valentín Paniagua se formó primero en la democracia cristiana, en su natal Cusco, y luego en las luchas universitarias y reivindicativas, finalizada la dictadura de Odría. Lideraba la demanda estudiantil de entonces, que era la creación de un nuevo estatuto electoral como primer paso para recuperar las libertades cívicas. En la universidad San Antonio Abad de aquellos años 60, donde estudiaba Derecho, dirigía un periódico humorístico, “El duende”, con el que junto a sus compañeros satirizaban “a cuanto títere con cabeza encontráramos en el camino”.
A fines de los 70 se inscribió en AP, partido con el cual llegaría a ser el ministro de Justicia más joven, a los 28 años, durante el primer gobierno de Fernando Belaunde.
Unas décadas más tarde, siendo Secretario General de AP, era uno de los más duros críticos del régimen fujimorista. Tras el intento de una re-reelección presidencial, aquel año 2000 los hechos se sucedieron indetenibles. Fue uno de los tres congresistas acciopopulistas que alcanzaron escaño. Por poco y queda fuera. “No era un líder al estilo Belaunde, al que le gustaba hablar de los pueblos y de los ríos, y sin embargo, Paniagua era un gran político. Es una contradicción. En la democracia se juegan otros criterios: carisma, presencia, las propias ganas de figurar”, piensa Alberto Adrianzén, su ex asesor y amigo en esos tiempos convulsos.
En setiembre, tras el destape de los vladivideos y el transfuguismo al ‘cash’ de congresistas hacia el oficialismo, Fujimori anunció el adelanto de elecciones (y la desactivación del Servicio de Inteligencia Nacional-SIN). El gran debate de esos días se generó alrededor de quién debía dirigir la transición: el fujimorismo o la oposición, que inició una batalla para recuperar la mesa directiva del Congreso, presidida por Martha Hildebrandt (Perú 2000).
Dos meses después, Paniagua fue propuesto por un sector de parlamentarios como el candidato de consenso para presidir el Congreso. Se decidió una noche que duró hasta las 4 de la madrugada en casa de Henry Pease, con todos los partidos de la oposición. La otra posibilidad era Carlos Ferrero (Perú Posible), disidente del fujimorismo, que no lo iba a premiar dándole su voto. “Yo declino, no tengo ningún problema en no ser el candidato”, expuso Paniagua, con la idea de no romper la unidad de ese momento en la oposición. Pero todos coincidían en que él no tenía anticuerpos. Alguien en esa reunión recordó que Paniagua había sido profesor de Martha Chávez en la universidad, poderosa fujimorista en ese momento, y que ella le tenía aprecio.
El jueves 16 de noviembre fue elegido presidente del Congreso para el periodo 2000-2001. Pero todo cambia muy rápido en la política peruana. El sábado en la tarde, alguien relacionado al fujimorismo lo llamó por teléfono: “Ya eres presidente, Fujimori se queda en el Japón”. Convocó a todos los partidos a su estudio de abogados, en Jesús María, y se inició la gran discusión: qué sucedería con la presidencia de la república, pues un desconocido Ricardo Márquez aún era segundo vicepresidente (el primer vicepresidente, Francisco Tudela, ya había renunciado). Jorge Del Castillo (Apra) le alcanzó el teléfono a Paniagua: era el general Walter Chacón, jefe del Comando Conjunto de las Fuerzas Armadas, quien le garantizaba la transición democrática.
En esas horas, Ricardo Márquez también se comunicó con él. Le pedía que fuese a Palacio a discutir lo concerniente a la transición. “Mejor venga usted al congreso”, le replicó Paniagua. Al día siguiente, martes, el vicepresidente renunció, presionado por el país entero. El miércoles 22 de noviembre a la 1.30 de la tarde, Valentín Paniagua juramentó como presidente. Leyó un discurso breve, escrito junto a un asistente una hora antes.
PALACIO, EL GOBIERNO, LOS MICRÓFONOS
Tras el besamanos de rigor, esa noche recorrió Palacio de Gobierno, junto a Alberto Adrianzén. Atravesaron oficinas a oscuras, empezaban a conocer el espacio que ocuparían los siguientes ocho meses. “¿Y ahora qué hacemos?”, bromeó el presidente. Nunca sintió acogedor aquel lugar.
Preferían caminar a coordinar sentados, “había micrófonos por todos lados”, recuerda el sociólogo y ex asesor. “Especialmente en el despacho presidencial”, confirma el abogado Marco Jamanca, amigo y asistente personal de Paniagua. El jefe de la casa militar ordenó un ‘barrido’, rincón por rincón, con el detalle de todos los aparatos encontrados (de la red de chuponeo de Vladimiro Montesinos) y que figuran en un informe secreto de diciembre del año 2000.
El presidente trabajó con cinco asesores, entre ellos su entonces secretario del despacho, José Elice, y el historiador tempranamente fallecido, Pedro Planas. Nunca necesitó las cortes de las que se rodeaban otros jefes de Estado.
Hombre de poca pompa, no le gustaba andar con tanta seguridad policial, llamar la atención, sentirse expuesto. Discutía con el que le insistiera para ir con un auto delante y el otro atrás, y alguna vez se salió con la suya. “Un día se fue a comprar muebles a Villa El salvador. Quería comprar estantes y se fue a escondidas”, recuerda su ex asesor. Se tuvo que organizar una seguridad muy discreta. Y compró sus repisas.
Tenía un concepto muy claro del poder, bajo esta única premisa: no había que abusar de él. Paniagua recuperó lo que solía conocerse como la ‘austeridad republicana’, tan difícil de hallar hoy en día.
Un domingo, se enteró de que Nicolás Lúcar lanzaría en su programa de esa noche un informe en el que se le vinculaba con algún hecho de corrupción. Convocó a sus hijos y se reunió con algunos ministros en Palacio. No iba a permitir que nadie mancillara su honor. “A él se le tildaba de pusilánime o de poco carácter, pero eso se borró en el momento en que llamó y le calló la boca a Lúcar, en vivo, por pretender calumniarlo”, recuerda Marco Jamanca. Esa noche, indignado pero cortés, le colgó el teléfono al conductor de tal forma, que la mesa saltó de su sitio.
Gobernaba con tranquilidad y cabeza fría. Predicaba la puntualidad y el respeto a la palabra ofrecida. No soportaba el desorden. “Nadie toma conciencia de que el presidente es un personaje solitario”, comenta Adrianzén. No podía ir a comprarse libros, por ejemplo, algo que le fascinaba (sobre todo en la librería El virrey, del Centro de Lima). Los tenía que mandar a comprar. En su juventud había leído mucho a Dumas, a Victor Hugo, obsesionado con la novela histórica.
Era un político y al mismo tiempo un intelectual, amaba la historia política. No se recuerda un gobernante preparado en los libros, como él. Salvo Manuel Pardo, el primer presidente civil en la historia peruana. Paniagua publicó un estudio sobre él, era un poco su modelo a seguir.
Al otro extremo del tablero estaba la gente que no le gustaba. Tenía olfato para detectar conflictos de interés, lobbismo, corrupción. Pedro Pablo Kuczynski, entre otros funcionarios y ex presidentes, estaba en esa lista.
El gobierno de Paniagua no había terminado (solía decir que se iría “ni un minuto antes ni un minuto después de 28 de julio”), pero Alejandro Toledo “presionaba para cogobernar”, recuerda Adrianzén. El líder de la chacana quería “hacer las cosas a su manera”. Paniagua intuía que aquel hombre al frente del país sería un desastre. Sin embargo, siempre defendió el consenso en el intercambio de la política, y fue un activista del Acuerdo Nacional.
En sus escritos de esos años, Paniagua planteaba una refundación del país, a través de una serie de reformas que, en su breve paso por el poder, no hubo tiempo de encaminar. Era muy consciente de que no podría. Se retiró de la presidencia con más del 70% de aprobación en las encuestas.
El día que dejó atrás Palacio de Gobierno, retomada la senda democrática, se fue manejando su propio Nissan. “Extrañé mi carro”, le oyeron decir.
LA CANDIDATURA QUE NUNCA QUISO
Pasada la página y con el nuevo gobernante, hizo gestiones para ser nombrado embajador en España. No le respondían afirmativamente, y luego supo por qué: habían preferido nombrar allí a Fernando Olivera.
Algo parecido sucedió el 2003 con su intención de postularse a la secretaría general de la OEA. Toledo no lo apoyó. En cambio, tenía los votos de países de la región. Sobre todo de Bolivia, con cartas expresas en las que se ofrecían a postularlo si el Perú no lo hacía. “Fue a todas luces una mezquindad de Toledo. Pero Paniagua era muy reservado y de cuidar las maneras, para él iba a ser una afrenta que el gobierno al cual representó no lo auspicie”, recuerda Jamanca. Poco tiempo después, la OEA lo nombró presidente de la misión de observadores de las elecciones en Guatemala, donde trabajó por seis meses.
Al volver, el destino puso a Paniagua en una senda que él no había elegido y que, de alguna manera, lo llevó al sacrificio. No tenía muchas ganas de asumir la presidencia de AP, y no tenía ninguna gana de candidatear a las elecciones presidenciales del 2006. “Él quería irse a España a hacer una vida tranquila. Todo confabula para que eso no ocurra”, revela Adrianzén. También era el sucesor de AP más importante después de Belaunde, y un hombre disciplinado con el partido, que lo presionaba… Como último intento por tomar el futuro en sus manos, Paniagua le respondió un día a su asesor: “tú sabes muy bien que estoy enfermo”. Era otra forma de decirle que una campaña política sería prácticamente una sentencia de muerte.
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LA MEMORIA INCONCLUSA
Postula a la presidencia y pierde, a pesar de que al inicio, al grito de “Chaparrón” en sus giras, iba primero en las encuestas. Pero había factores que lo alejaban del común de la gente. Su forma de hablar en ‘difícil’, por ejemplo. “Usted, en lugar de decir “esto es un vaso”, dice: “esto es un artefacto que se construye a partir de calentar la arena a una temperatura determinada, se convierte en un vidrio y ese vidrio se convierte en un vaso”. ¿Por qué no dice “esto es un vaso”?, le preguntó un día alguien del equipo de campaña. “¡Yo hablo así!”, se amargaba el candidato.
Volvió a la universidad y a su estudio sin nombre, frente al parque Cáceres, y en agosto de ese año, allí trabajando, se sintió mal. Lo que empezó siendo una infección respiratoria se complicó en el quirófano con un tema coronario que lo mantuvo postrado hasta su muerte, dos meses después.
Dejó varios libros sin concluir. Alguno de ellos, como su investigación sobre los procesos electorales en el Perú, se pudo publicar póstumamente. Tenía intenciones de escribir sus memorias, y había avanzado la etapa de su niñez al sur de Potosí, en Bolivia, país de su padre. Se llama ‘Recuerdos de Tupiza’. //
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