(Foto: Fidel Carrillo)
Jonathan Maicelo

Una vez, de chico, por bañarme en esas aguas, me salió un sarpullido horrible aquí en el brazo”, nos cuenta con una sonrisa nostálgica el boxeador chalaco Jonathan Maicelo, mientras lo acompañamos a recorrer los interminables montículos de basura hedionda que separan la Mar brava de las humildes viviendas que miles de pobladores habitan desde hace décadas, en los Barracones del Callao. Recuerda que de niño ni él ni sus amigos tenían conciencia de que meterse a nadar allí implicaba serios riesgos para su salud. “Solo mi abuelita me advertía. Cuando volvía a la casa ya en la tarde, seco, para que no se dé cuenta que había estado en la Mar Brava, ella me lamía la punta del cabello. Como lo sentía salado sabía que me había metido ahí y me caían unas nalgadas”, cuenta.  

En esas orillas, en las que inconscientemente se bañan numerosos niños de la zona, pueden verse bolsas con desperdicios de comida, maderas con clavos oxidados, desmonte traído por el mar, ropas hechas trizas, paquetes apestosos de contenido indescifrable, ladrillos partidos, botellas de plástico, periódicos de ayer con noticias escritas a punta de chaveta. Algunas gaviotas sobrevuelan la zona y otras, ajenas a la realidad de los humanos, descansan algunos minutos sobre las inmundas aguas que bañan la orilla. Como aquellas aves, pero con un vuelo nocivo, un grupo de consumidores de pasta básica celebra una asamblea de humo y enajenación unos metros más allá. “Los políticos nada más pasan por aquí cada cinco años, por votos. Una vez que los tienen, sacan la cola y fuiste, pe”, nos dice Maicelo, quien creció y se hizo púgil en estas calles, antes por supervivencia que por un deseo de fama o éxito. “Los fumones no solo pierden su vida ahí, sino que son un peligro para los niños de la zona. Se juntan todos los días, todo el día, y en la noche, desde las 7, ya no se puede ni salir a la calle, porque en esta parte, frente al mar, prácticamente no hay ni luz. Además hay balaceras casi todos los días”.

La violencia es cotidiana en los llamados Barracones del Callao, como cotidianas son las balas atravesando las casas de madera, los zapatitos colgados en los cables de luz o teléfono, las calles convertidas en terrales, el olor a basura, contaminación y pasta. En esta zona, ubicada a la izquierda de la avenida Guardia Chalaca, paralela al mar, cruzan a ratos los policías que se atreven, pero pareciera que el servicio de basura casi nunca. “Los camiones pasan por las avenidas, pero por aquí no, y ni siquiera hay contenedores”, nos dice un vecino que asegura tener 55 años viviendo en este barrio. “Las autoridades no hacen nada por nosotros”, acota. Viste un buzo y su torso lo cubre, irónicamente, un chaleco que dice “Gobierno Regional del Callao”. Aquí se come, se vive y se viste como se puede. Son las 12 en punto de una mañana de verano. Una de las de siempre aquí, donde el sol arde e incendia con tristeza lo que en otras playas de Lima solo broncea y embellece.

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