Cada vez que digo que el equipo con el que trabajo es 100% femenino, suelo escuchar un comentario que puede resumirse así: «Uy, ¡qué complicadas son las mujeres!».
Hace un año, en un seminario internacional sobre revistas femeninas, la discusión más acalorada no fue sobre cómo formular carátulas más vendedoras o los desafíos de llevar nuestras publicaciones de papel hacia la era de Internet. La discusión más dinámica -y frustrante- ocurrió cuando alguien se atrevió a desafiar la idea de que «Donde hay mujeres hay quilombo».
Y, hace algunas semanas, cuando alguien vio la fotografía que hoy publicamos en la página 40 [de una mamá con sus cinco hijas pequeñas], exclamó: «¡Imagínate cuando todas lleguen a la adolescencia». Aclaremos algo: un grupo de mujeres es, en efecto, un potencial hervidero de hormonas. Un choque de estrógenos, una cofluencia de sensibilidades y emociones.
Es un hecho respaldado por la ciencia: «Por diseño evolutivo, estamos programadas para ser sensibles a nuestro medio ambiente, empáticas a las necesidades de nuestros hijos e intuitivas a las intenciones de nuestros compañeros», escribía a principios de este año la doctora Julie Holland, una psiquiatra neoyorquina que, a diferencia de muchos de sus colegas, está convencida de que hay demasiadas mujeres que por error, creen que necesitan tratamiento psiquiátrico.
Mujeres que toman una pastillita para calmarse los nervios y otra para conciliar el sueño puntualmente y abren un frasco con religiosa disciplina, porque no quieren que nadie las vea llorando en la oficina. ¿El resultado? Mujeres que, a cambio de sentirse siempre en control, intentan apaciguar con medicinas «la reacción normal a una serie de estresantes no naturales: vidas sin suficiente sueño, sol, nutrientes, movimientos y contacto visual».
Que no se me malinterprete, un diagnóstico psiquiátrico adecuado -y su tratamiento- puede ser la diferencia entre la vida y la muerte. Yo misma he sido beneficiaria de la ciencia detrás de un buen tratamiento psiquiátrico. Pero anestesiar nuestras emociones en lugar de aprender a manejarlas no debería ser nuestra primera alternativa. Porque sí, trabajar entre mujeres puede ser complicado, pero seguro que también es hacerlo entre puros hombres, por razones distintas. Lo inteligente y saludable no es acallar nuestras diferencias sino conocerlas y trabajar sobre ellas.