Lizzy Cantú: "La madre sustituta"
Lizzy Cantú: "La madre sustituta"
Lizzy Cantú

La noche de Navidad del 2013 murió mi madrina Patty. A los ocho años la elegí como madrina de primera comunión entre las hermanas de mi madre, porque era la más testaruda e imponente. Una mujer que completaba su escasa estatura con un vozarrón de profesora estricta y carcajadas de adolescente desenfadada. No recuerdo la última vez que nos vimos, porque uno no pone atención a las cosas cuando ignora que no volverán a repetirse. Pero tengo la memoria poblada de momentos con ella.

Una madrina es una especie de madre suplente. La mujer que existe para que no seas un huérfano si un día desaparece tu mamá. Una madrina, según la Iglesia, debe conducirte y acompañarte en los caminos de la fe. Mi madrina y yo fuimos juntas a misa tal vez media docena de veces en treinta años, incluida la mañana de mi primera comunión. Ninguna de las dos resultó ser muy religiosa.

El día en que se convirtió en mi madrina, mi tía Patty llevaba un vestido celeste con encaje blanco y una gran sonrisa fucsia a juego. Me regaló una Biblia blanca con letras doradas y un rosario, porque eso dicta la tradición.

Hay quienes eligen a sus padrinos en función de los regalos que pueden darles. Y, dado que eso de guiar a alguien por los caminos de la fe es un asunto complicado, siempre es más fácil lavarse la conciencia una vez al año comprándole a la ahijada un par de aretes por Navidad. Pero la generosidad de mi madrina jamás fue un compromiso: cuando yo era niña, cargó con un orangután enorme de peluche morado desde San Diego al que nombré Charlie –como el perfume ochentero que ella usaba–. Se pasó mi infancia enrollando billetes y metiéndolos en mis bolsillos

sin que yo me diera cuenta. Cada vez que recibía su sueldo solía irse a comprarle cosas a quienes más quería. Todos los diciembres volvió cargada de juguetes al área infantil del hospital donde murió de neumonía su primer hijo. Cuando necesité un préstamo universitario, ella firmó como mi aval y luego se despertaba todos los días a las seis de la mañana para llevarme a la parada del bus “porque no deberías caminar sola esas cinco cuadras cuando todavía está oscuro”.

Jamás tuve que pedirle nada y me lo daba todo. También a ella, que no fue mi madrina de bautizo, le debo el apodo que ha sustituido al nombre que mis papás anotaron en el registro civil. Hay cosas que uno recuerda porque se las han contado tantas veces que el cerebro se compra la ilusión de que uno estuvo ahí cuando sucedieron. Fue a mi tía Patty a quien se le ocurrió sustituir dos letras por una i griega al final de mi nombre. De Lizzia a Lizzy.

Gracias a ella me he pasado la vida dando explicaciones cada vez que alguien me pregunta cómo me llamo. ¿Alicia? ¿Elisa? ¿Lidia? No. Lizzy. Se lo inventó mi padre y lo redondeó mi tía Patty.

Existen pocas cosas que marcan tanto como el nombre que recibimos. No por superstición alguna sino porque desde nuestro bautizo nos pasamos toda la vida escuchando a otros llamándonos así, rellenando formularios con esa o esas palabras que al principio de todo eligieron para nosotros nuestros padres. En mi caso, fue mi madrina Patty, que ya no está, pero me dejó para siempre su i griega en herencia.

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