Una de las resoluciones que he tomado para este 2016 es comprar lo mínimo necesario. Con algunos salvoconductos para compras destinadas a la categoría: qué rico darte un gusto.
Bajo esa premisa y con algunos lindos regalos obtenidos durante Navidad, armé mi maletín para la playa el fin de semana pasado, con puro refritos. Ropa que había rescatado de la tierra del olvido. Sucede que a fin de año decidí sincerarme y hacer una verdadera reestructuración de mi clóset, prescindiendo de cualquier prenda u objeto que se hubiera vuelto obsoleto.
Tenía un vestido largo y tropical con estampado de palmeras que reencontré y decidí usar este verano. Cuando me lo puse, tanto mi hermana como mi madre, me preguntaron por él y me elogiaron: «¡Qué lindo tu vestido!». En vez de decir solo «gracias», respondí: «ah, es de Benetton y tiene un montón de años».
Mi tía que estaba en la mesa, me dijo: «qué graciosas somos las mujeres. Tu hermana no te preguntó por la marca del vestido, ni de qué año era, pero igual le diste esa información».
En efecto, después de esa observación me di cuenta de que no solo yo lo había hecho, también lo hacía mi hermana cada vez que alguien le halagaba lo que tenía puesto. «Lo compré en un mercadito y no me costó nada», «lo mandé a hacer con la señora Ruth», «es de Gamarra y tira su gatazo»...Como si cada prenda tuviera que ser presentada en sociedad. Mientras más barata, mejor. Como si nos alegráramos de nuestro don de encontrar cosas bonitas a precios increíbles y tenemos que compartirlo con el mundo.
Sé que hay también quienes son más discretas respecto al origen de lo que llevan puesto. Pero las demás pertenecemos a ese distinguido grupo «si halagas lo que visto y además lo encontré en Gamarra, lo gritaré a los cuatros vientos y me sentiré orgullosa de mí misma». No lo podemos negar.
¿Está bien? ¿Está mal? Creo que la pregunta iría del lado: ¿Es una costumbre que debemos erradicar? ¿Fastidia a alguien? Si es así, si afecta el espacio o la paz del prójimo, entonces sí. Pero si a mí no me lo hubiesen hecho notar, jamás me habría dado cuenta.
Quizá a ustedes les suceda y ahora, cada vez que alguien les diga «qué lindo tu bikini», terminarán contándoles de dónde lo sacaron como un secreto preciado. Y sonreirán, acordándose de mí o de la psicóloga chilena Pilar Sordo, que fue –según mi tía– la que trajo a colación ese debate en una de sus tantas presentaciones en suelo peruano. Al parecer, es una condición femenina innata.