Estoy camino a la casa de mi mamá. Fabio me mira por el retrovisor mientras manejo y cuando cruzamos miradas le sonrío. Noto que mis ojos están cansados y pienso que pasa otro fin de semana casi sin haberlo sentido. Siempre me faltan horas de sueño. Ahora son anécdotas esos sábados y domingos en los que me despertaba a las tres de la tarde de frente para almorzar. Ahora, salto de la cama al escuchar el primer «¿mamá?» del día.
Toco el claxon y a la puerta sale corriendo la abuela con un babero gigante a ver a su nieto mayor. Me encanta que mi hijo me haya quitado el protagonismo en la familia. Luego de los miles de besos y halagos, mi mamá voltea por fin a saludarme. Con cara de compasión me ofrece su cama para descansar un rato.
Me pregunto si la maternidad en su época era más sencilla. Tal vez porque no había tantas alternativas y se cuestionaba menos la crianza. Ellas resolvían y ya.
Antes, cuando mamá se iba a trabajar ella se escondía mientras otro distraía al niño. En el momento indicado se iba sin hacer ruido. Ahora hay que decirle al crío que te vas para no generarle ansiedad cuando no te vea. Recomiendan dejarle un objeto. Pero es importante que le informes que te marchas y que luego vas a regresar. Así se ahogue en gritos debes enfrentar ese momento cada día.
Antes parecía más natural. No mejor ni peor, simplemente distinto.
Logro dormir media hora y al levantar le cuento a mi mamá que el pediatra dice que los llantos de Fabio en el nido obedecerían a una falta de maduración emocional y que poco a poco llegará su momento. Entonces mi mamá, muy respetuosa de esta nueva forma de educación me responde con un «no sé, hijita», y recuerda cómo fui yo de niña.
Ella me mandó al nido a los dos años. Hace tres décadas no era tan común.
Ahora a los seis meses ya los metemos a clases de estimulación. «Ay, hijita, hablabas tanto que te metí al nido». Dice que me convenció para quedarme con una mentira «piadosa». Todos los días me decía que iba a esperarme en la iglesia que estaba al costado porque en el nido no podían quedarse los adultos. Yo le creí.
Una vez las profesoras organizaron un paseo a la iglesia. Yo me emocioné y le dije a todos mis amiguitos que ahí verían a mi mamita. Cuando entré a la iglesia parecía Linda Blair en «El Exorcista». Giraba la cabeza para todos lados buscándola y nada. Recuerdo la escena perfectamente.
Cuando al fin me fue a recoger yo estaba sentada en una silla, molesta. Le pareció raro que no saltara de alegría al verla y corriera a sus brazos, mientras atropellaba mis palabras contándole qué había hecho. Dice que la miré fijamente y exclamé: «¡Me mentiste!».
Me explicó que tuvo que esconderse porque los niños no debían ver a los adultos hasta la hora de la salida y con una sonrisa me dijo que le dio mucha pena no haberme saludado. Dejé de hacer puchero y la abracé. Y colorín colorado se acabó el mal momento y seguí yendo feliz al nido.
Algunos especialistas dirán que mi mamá me enseñó a mentir o que tengo una herida que debo curar en terapia o que tuve un mal proceso de separación con la madre que dejó secuelas. Lo cierto es que el tema se solucionó. He ido al nido, al colegio a la universidad y tan mal no me va.
La relación con mi mamá siempre ha sido estrecha. Hoy nos ayudamos en todo. Tiene más de setenta años y todavía le pregunto cuál será la mejor ruta para evitar el tráfico y ella me ayuda con mil encargos.
Gracias a ella, veo que siempre hay algo bueno o divertido en todo. Creo que su sarcasmo ha sido una de sus grandes armas. La he visto sonreír en el peor momento y superar las tormentas, tranquila. No es precisamente una persona serena, pero tiene esta forma de afrontarlo todo. Siempre parada y atenta para ver cómo reaccionar y cuando hay que correr, lo hace. Luego dice algo así como: «Uf, de la que nos salvamos». Y sigue con su vida como si nada.
Hoy acudo a ella con mis problemas de madre, confieso que algo escéptica porque «hoy la educación no es como en tu época». Mientras juega a la pelota con Fabio me dice con calma que en algún momento irá feliz al nido. Luego, mi hijo me pide que meta gol, me uno y lanzo la pelota sobre unas espinas y se desinfla. Los tres nos miramos y empezamos a reír. Gracias por enseñarme que tu sonrisa, mamá, lo cura todo.