Karina Villalba Farfán
A propósito de la inauguración de la muestra Mi casa es linda. Literatura ilustrada para niños en el Perú, en la Casa de la Literatura Peruana, conversamos con la ilustradora de cuentos infantiles, Issa Watanabe, sobre crianza y cómo la lectura y el juego benefician a los chicos.
Issa Watanabe bebe café negro, el color que le gusta vestir, aunque su mundo imaginario está lleno de color. Issa se tropieza al hablar, pero no tiene prisa, vive el presente. Desde pequeña estuvo rodeada de arte. Su padre fue el poeta José Watanabe y su madre es la ilustradora Gredna Landolt. No ha sido casualidad que viva rodeada de imágenes, dibujos y palabras, como sí lo fue empezar a trabajar con niños. Y como a ellos, también le gusta jugar, construir, armar, recortar…
Issa es querendona, casera y le gusta reírse, tirarse en el sofá a leer un buen libro o ver una buena película, abrazar a su hija Mae y conversar con ella. Le divierte lo absurdo. Le gusta estar en familia, los almuerzos en casa de su madre y caminar en la playa. Su nombre significa en japonés «algo sencillo » y así es ella, pero su talento, sensibilidad y dulzura se apropian, cual mastodonte –como el personaje de uno de los libros que ilustró–, de los espacios que ocupa.
¿Cómo fue empezar a trabajar con niños?
Fue un aprendizaje en el camino, muy enriquecedor. Es increíble ver cómo ellos tienen una imaginación infinita. Y se trata solo de tirar el hilito: «vamos a hacer un muñequito. ¿Y dónde vive el muñequito? ¿Y qué come?...», y así, mediante el juego, van construyendo un imaginario muy personal.
¿En qué consisten tus talleres infantiles?
Ahora no tengo mucho tiempo, pero parte de lo que hacemos ahí es no tener algo predeterminado. Hay muchos materiales y vemos cómo ellos exploran esa libertad, más o menos contenida, que les permite un vuelo y construyen cosas… Pienso que no tiene que ser algo plano: un dibujo o algo bonito. Pueden armar cosas, construir con cajas... Y les digo: «¿Cómo es la cabeza de un gato?». Y por ahí alguien pregunta: «¿Mi gato puede ser azul?». Por supuesto que puede ser azul y tener tres orejas si quieres (reímos).
Es un espacio donde se manifiesta la creatividad…
El alemán Arno Stern desarrolló una escuela que planteaba cómo los adultos, al querer decirle a los niños cómo son simbólicamente las figuras, les cortamos totalmente su expresión. De repente, tu hijo dibuja un gato azul, le pone cuatro patitas y tres orejas. Y tú, con toda la buena intención y el amor del mundo, le dices: «amor, el gato tiene dos orejitas y no es azul». Y estamos creyendo que él está tratando de representar un gato, pero de repente solo está tratando de expresarse. Que esté expresando algo, es un valor en sí. Es algo suyo... ahí se ve su autoestima, su parte creativa.
En algunos colegios dicen que a cierta edad, los niños ya deberían dibujar. ¿Sientes que debe ser así?
La educación es un tema. A veces puede ser peligroso cómo se plantean algunas cosas en ciertos colegios. Por ejemplo, si un niño no dibuja un círculo perfecto y empiezan a decirle que está mal, el niño va a pensar que efectivamente está mal y se siente fatal por no hacerlo bien y ya no se atreve y empieza a copiar. ¿Y a copiar de dónde? De patrones establecidos. Eso me parece terrible. Dibujar es natural en el ser humano, es una manera de expresar. Si preguntas aquí y ahora en esta cafetería, ¿quién sabe dibujar? ni uno te va a decir que sí, porque es una cafetería de adultos. Pero si preguntas en una escuela de niños, todos dirán que dibujan. A mi manera de ver las cosas, eso es un poco grave porque refleja otras cosas. Y está muy claro en lo que dice Vik Muñiz, este reconocido artista brasileño: «Siempre me preguntan cuándo empecé a dibujar y yo siempre respondo lo mismo –que es lo que yo me robo ahora–, no recuerdo cuándo empecé a dibujar, no tengo ni idea, pero sí recuerdo cuándo todos los demás dejaron de hacerlo». Todos los niños dibujan y los que no, hacen barro, construyen con cajas... Y es que ese espacio creativo, de juego es tan importante en los niños como en los adultos. Lo que pasa es que los adultos hemos cedido.
Hay gente que piensa que los artistas se sientan a esperar que les llegue la inspiración. ¿Cuál es tu rutina para trabajar?
Yo necesito un enamoramiento de algo. Recibo el texto y a la primera lectura, me imagino cosas, y ya sé por dónde hay que ir. Y luego hago una especie de ‘proceso de inmersión’, en el que me meto sin ningún tipo de orden ni de estructura a bucear entre estas imágenes.
Es como cuando los niñitos cogen un barril de juguetes y lo tiran y a partir de ahí empiezan a construir algo. Así. Y esa es la parte más complicada, porque en realidad es la que te dice por dónde va a ir la línea, el tipo de trazo, texturas, colores, todo. Lo que sí necesito para trabajar es estar sola. No puedo trabajar en una oficina con más gente, no puedo trabajar en casa. Necesito encerrarme. Tuve la suerte de lograr un espacio para mí aquí en Lima, que es una especie de «refugio», un taller que no tiene Internet ni intercomunicador ni teléfono ni nada. Y ahí trabajo. Me gusta mucho. Me gusta construir cositas, recortar. Me gustan las cosas artesanales, el «hacer», eso me gusta mucho. Si hay una ilustración mía que tiene un árbol con ramitas de cartón, las recorto, las armo, les tomo fotos…
«Más te vale mastodonte» no es un libro que un niño pequeño agarre en una librería. Es ‘mastodóntico’. ¿Haces libros para los niños o para sus papás?
Hay muchos ilustradores que hacen libros para niños que no están pensando en ellos. Tienen algo mucho más estético, más artístico. De repente abres la hoja y solo hay una línea y un muñequito… Yo creo que mirar eso puede ser placentero para un adulto, pero a un niño no le dice nada, no le comunica cosas, no lo está entreteniendo, no lo está mirando, no está usando su lenguaje. Yo creo que los libros que hago sí intentan hacer eso. Digamos que no soy muy técnica, pero trato de hacer al detalle la sonrisita, la cara triste del monito [gesticula: sonrisa y puchero]. Entonces, sí, es para los niños y es para mí, porque en estos períodos que dura el proceso de un cuento, puedo habitar un poco ese otro mundo que es bonito.
¿Cómo fue ilustrar «El pájaro pintado», un cuento de tu padre?
Fue difícil. Yo no tenía una carrera de ilustradora (antes había hecho instalaciones y fotografías, pero no ilustración) y cuando regresé al Perú, después de mi larga estadía en Mallorca, recibí este encargo. Y era la primera vez, después de años, que volvía a dibujar. El texto lo había hecho mi papá con especificaciones de las imágenes como escenas –porque además él era guionista y trabajaba en cine–, lo había escrito como una especie de película, entonces decía así: «y en la siguiente imagen el pájaro está volando en picado, y en la esquina superior izquierda, asoma…». En otro contexto lo hubiera tomado como un aporte del autor. Pero en este caso, era «¿Cómo no vas a hacerle caso a, casi, las últimas palabras de tu papá?». Fue muy duro, pero a la vez fue mi manera bonita de despedirme de él.
¿Cómo fue tu infancia?
Tuve mucha suerte porque mis papás eran lo menos cuadriculado que había. Los dos eran muy cariñosos. Yo creo que he heredado eso de ellos (también las ganas de jugar, el humor, no tomarse las cosas en serio). Agarro a Mae y le digo: «qué cosa tan linda». La apachurro porque es una delicia, pues, ¿qué vamos a hacer? Pero en Mallorca, que es una sociedad más tradicional y conservadora, llevaba a Mae al colegio y era la única madre separada (desde que Mae tenía 2 años). Todos los papás estaban juntos y yo estaba sola. Y había esta especie de enfrentamiento total entre esta crianza mucho más natural, que a veces era como extrema, y la otra que era: «no lo cargues que lo malcrías », «déjalo llorar para que se duerma y se acostumbre»… una cosa espantosa. Pero la sociedad estaba posicionada con ese tipo de crianza. Era difícil, porque estabas en la calle y cogías a tu bebe que estaba llorando y te hacían comentarios… «¡Ay! No lo toques que lo vas a hacer engreído»… ¡Era bien agotador! Había un alejamiento de esta cosa tan animal que nos sale a las mamás, tan instintiva desde cómo los das a luz.
¿Cómo te cambió la maternidad?
Lo que hizo mi hija, o la maternidad, es ser un cable a tierra brutal. Una puede estar pensando en el vuelo de la mosca piripipí y de pronto: «mamá, quiero hacer caca». Y se ha hecho caca y hay que limpiarla, no hay otra. O tiene hambre o quiere teta... Además, te crea rutinas fundamentales, tiempos, te marca ritmos importantes para uno mismo, para tu vida, para tu salud.
¿Cómo crees que debe ser la maternidad?
El otro día conversaba con una amiga que es mamá y que estaba triste porque sentía que había hecho mal una cosa con su hijo, que ya es grande. Y me dijo algo así como: «me hubiera gustado haber sido mejor mamá». Yo la conozco y sé que adora a su hijo y que lo ha adorado siempre. Y pensé en mí. Muchas veces yo también siento que por más que haga lo que haga, siempre va a haber algo en lo que falle y que mi hija se frustre y se resienta, que le prometa algo y que no llegue. ¡Es imposible hacerlo perfecto! Y sería terrible. Al final, no existe la mamá perfecta. Todas hacemos lo que podemos y los hijos son hijos de personas, de mujeres con errores, con fallas, con angustias, con tristezas… Tratar de proteger a los niños de eso es un poco dañino. Es bueno que aprendan a frustrarse, que aprendan lo que son las emociones, los sentimientos, la imperfección… No puedes controlar todo. Parte del ejercicio que nos toca hacer a las mamás, es dejar ir, entender que no podemos estar en todas y cuidarlos. Y entender también que el niño tiene una personalidad independiente, el niño viene con sus cosas, con sus propios temas. La maternidad se trata más de acompañarlo.
¿A qué le temes?
Creo que el miedo viene con la maternidad, de todas maneras y para siempre. Aunque tu hija o tu hijo tengan 40 años, vas a seguir preocupada y ser la mamá pesada que los llama para preguntarles si ya llegaron a su casa. Pero por otro lado, es enseñarles a afrontar la vida solos. Es cómo les enseñas a prescindir de ti y a ser fuertes y valientes. No puedes proyectarles tu miedo, porque los haces temerosos. Yo creo que lo único que les puedes dar a tus hijos, con exageración y exceso, es amor. Eso es lo que después les dará seguridad e independencia.
Volviendo a los libros, ¿crees que quienes hacen cuentos para niños tienen la responsabilidad de despertar en ellos interés por la lectura?
No creo que un escritor haga un libro sin esa intención. Por lo que a mí me toca, intento hacer imágenes que diviertan a los niños, que los hagan perderse en los detalles y que cuenten una historia paralela. Eso es lo que busco, que los niños se puedan perder un rato, mirar, que llamen su atención.
¿Todos los temas son válidos?
Me contaba una autora que había recibido una serie de imágenes de un ilustrador y que le pedía ponerle palabras. Ella aceptó y lo primero que vio es que el cuento era muy triste. Y empezó a tratar de hacer un texto más alegre. De pronto se dijo, «No, no es un cuento alegre, es un cuento triste. ¿Por qué no puede ser un cuento triste?». Y es maravilloso porque habla de esos días en los que no estamos contentos. Está bien hablarles de eso a los niños, está bien hablarles de homosexualidad en los libros, de la muerte, de los divorcios, de tantos temas que no se suelen tocar. Mi opinión es que todo es tan natural, tan normal... A veces me preguntan: «¿Cómo hablas de eso con los niños?». Creo que los niños pueden entender, todo depende de cómo se lo cuentes.
¿Por qué es importante leerles a los niños?
Me parece que hay demasiada información, todo es muy rápido, estamos acostumbrados a una velocidad de locura. Los dibujos animados que ve Mae todos son violentos, rapidísimos, no termino de entender. Hay mucha bulla por todas partes. Y ella está viendo eso y de pronto cambia de canal y todo es igual. Antes, lo dibujitos se hacían en 2D, todo era más lento. Leer (como ver un cuadro maravilloso o una escultura) te lleva a otro ritmo, a otro tiempo, a una pausa importante. Una pausa en la que el niño imagina, cierra cosas en su cabeza. Si no hay imágenes, las construye; y si las hay, las completa. Eso no pasa en la televisión o con los videos, los niños no interactúan como sí lo hacen con la lectura.
Si dieras un consejo ¿cuál sería?
Muchas veces por el día a día, por lo cotidiano o por lo que sea, terminamos perdiendo un poco el centro, las prioridades, lo que realmente es importante. De vez en cuando está bien hacer el ejercicio de reubicarse y de recordar que el tiempo pasa rapidísimo, que la vida son dos días y que no hay más presente que el de ahora. Y que la prioridad son nuestros vínculos, el amor... suena recontra cursi, pero eso es el ahora. Eso que nos enseñan los niños: el presente inmediato.