Terror y desesperación. Así puedo resumir mi experiencia en Haití tras el terremoto que se llevó a casi medio millón de personas. Es difícil como periodista enfrentarse a situaciones tan duras, sobre todo a aquellas que golpean al ser humano. Muchas veces vamos a esos lugares con el único afán de informar, de tener al día a la audiencia necesitada de noticias, y nos mueve ese impulso por contar la verdad, por contar historias que agitan el corazón de aquellos que no están allí, aquellos que se conmueven con la tragedia de otros porque también son seres humanos. Llegar a Haití no fue fácil. El primer día el avión dio muchas vueltas y, por el tráfico aéreo en el aeropuerto, fue imposible aterrizar en la capital Puerto Príncipe, así que no quedó más remedio que volar hasta República Dominicana. Desde ese lugar partimos en convoy hasta la frontera de Haití donde pasamos la primera noche de espanto. En la casa donde nos quedamos habían llegado varios médicos procedentes de Cuba y Venezuela. Durante esa noche narraron cuántas personas tuvieron que amputar tras las primeras horas del terremoto. Las cifras eran inverosímiles, pero al mismo tiempo reales. Al día siguiente llegamos durante el alba. El cielo era rojo y mortesino, y nos anunciaba la fatalidad de lo que nuestros ojos serían testigos. Horror es el sentimiento más cercano que tuve durante esos primeros días, pero la adrenalina periodística no dejó que flaqueara. Era importante enfocarse en lo que teníamos que informar. Le debíamos un respeto a nuestro público y no podíamos darnos el lujo de dejar de ser objetivos. La cantidad de fallecidos en las calles era impresionante. Se veía y se respiraba la muerte y dolor. Lo más difícil para mí fue enfrentarme a la partida de un niño. Estaba una mañana en el hospital y vi al menor solo, en medio de la nada, prácticamente abandonado. Me acerque a él con la intención de hacerle fotos, pero al llegar el niño cogió mi mano, la apretó duró y por algunos minutos pude sentir su mirada de desesperación clavada en la mía. No sé cuánto tiempo pasó, pero el niño me miró, soltó mi mano y murió. Esa sensación me llenó de espanto. Recuerdo haber salido a la calle y ver solo muerte y miedo, lágrimas, pena, todo tipo de sentimientos encontrados. Yo, sentado entre los restos, solo empecé a llorar. Lloré y lloré. Incluso, empecé a cuestionarme qué hacía ahí, para qué estaba ahí. Yo solo pensaba en Joaquín, mi hijo, y en que quería estar con él. Durante los siguientes días asumí el papel del porqué estábamos Haití. Sentimos la necesidad de contarle al mundo lo difícil de la situación. Sabíamos que a través de lo que informábamos podíamos llegar a las altas esferas de los gobiernos y que estas, en consecuencia, enviarían más ayuda humanitaria para un país que lo había perdido casi todo. Uno siempre se queda con el dolor. Pero en mi caso, a través de la fotografía, siempre trataré de contar esas historias humanas de lucha y perseverancia. Jamás me voy rendir, porque si hay algo que aprendí de esas experiencia es a no bajar los brazos, y por el contrario, a estar en la capacidad, desde el lugar que nos toque, de aportar con un granito de arena.
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