No se le ve, pero es él. Ese punto negro ubicado en el centro de la imagen, sentado en su banqueta de perfil al público y casi de espaldas a la cámara, es el pianista francés Richard Clayderman, en pleno concierto, en Lima, la noche del 7 de marzo de 1986. Hoy es un abuelito calvo de setenta años que predica en nombre de Jehová y se pronuncia en redes sociales contra la caza de perros y las corridas de toros, pero en aquella época, con su melena amarilla y ojos azules, parecía un futbolista sueco. A las peruanas nunca les interesó el piano tanto como en aquella época. Y eso que eran años difíciles, temporada de apagones y atentados terroristas, pero la música se las arreglaba para encontrar su espacio. Clayderman, por cierto, no fue el único artista galo que causó sensación en nuestro país en ese tiempo convulso: dos años después (1988) llegarían sus compatriotas de Indochina para poner a hablar francés a los veinteañeros de entonces. Pero volvamos a esa noche del 86 en la que seguramente no faltó Balada para Adelina o Matrimonio de Amor, algunos de los temas que mejor interpretaba Clayderman y que más suspiros arrancaba a sus fanáticas, que en la imagen aparecen sentadas en sus incómodas sillas de fierro. No podemos obviar el escenario: la explanada del Centro Comercial Camino Real, que llevaba solo seis años de inaugurado. Para mi generación, ese lugar siempre ha sido algo parecido a un cementerio, un elefante blanco (más bien gris) estancado en medio del circuito financiero de San Isidro, pero según mis padres hubo un tiempo en que esa mole era el epicentro de la vida social de los limeños. En la foto vemos el logo iluminado y todo alrededor sugiere vida, movimiento, acción. La gente observa con atención el espectáculo, incluso aquellos que aparecen de pie, apostados cerca de esos enormes quioscos de San Antonio que muestran lemas paradójicamente optimistas. No sabemos si el auditorio se siente atraído por las melodías elegantes o por la presencia de una figura internacional que, en esa era del hielo anterior a la globalización, rara vez aterrizaban en Perú. Y es que a falta de grandes rockeros norteamericanos, un pianista franchute no era mala opción.
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