Scarlett O´Hara tiene razón
(y la Mujer Maravilla no existe).Las dos primeras semanas de agosto son el clímax de mi año laboral –debido al Festival de Lima– que son precedidas por dos meses de preparación bastante agitados. Julio siempre es un mes sin fines de semana ni feriados.
No quería llegar, como otros años, al último día del Festival como si Kina Malpartida me hubiese hecha una trapeador después del primer nocaut y con un nivel de estrés que me derivase a un descanso médico urgente firmado por un señor psiquiatra y una receta de pastillas para dormir que lo único que curan es el insomnio.
Este año decidí que el exceso de chamba no tenía por qué volverme literalmente loca y tomé precauciones. Le di en el blanco, y no solo al del trabajo. Maté cinco pájaros de un tiro: puse orden a mi bastante caótica vida con nuevos y estrictos horarios, bajé diez kilos, me tomé una hora al día solo para mí, le saqué la lengua al estrés y le subí como 20 puntos a mi autoestima. ¿El secreto? Clases de spinning todos los días a la hora de almuerzo.
Sudar como un cerdo (a todo esto, ¿los cerdos sudan?) todos los días encima de una bicicleta cambio mis días. Con la mente oxigenada, el panorama en orden y una talla menos, ¿quién puede no ser feliz?
Bueno. Alerta. “Los agentes externos pueden estar más cerca de los que parecen”. Y debo decir que esta vez hicieron una aparición magistral que me dejó en la peor crisis existencial de toda mi vida.
¿Qué fue lo que pasó?
Uno. La relación que tenía con mi chico periodista entró en la fase de las etiquetas. Mejor dicho, él quería una etiqueta y la quería ya. Por más que le rogué que dejáramos esa discusión para después, me mandó por un tubo inmenso y me recalcó antes de irse de mi vida que había tenido suficientes meses como para haberlo pensado y decidido. Yo, desde nuestra nueva relación de tres: él, yo y mi Blackberry, le respondí que era el peor momento para decidir nada, que las cosas estaban bien para mí y que si podía esperar. En el acto mi relación volvió a ser de a dos: Blackberry yo.
Mi chico periodista me mandó a la porra y con justa(s) razón(es); para él, claro. Para mí no era tan fácil decidir. No importa si fue fulano, mengano o perencejo el anterior. El sujeto no importa, pero las consecuencias de haberme metido un clavado sin salvavidas en la piscina del amor no correspondido, sí. Mi confianza se convirtió en recelo, un poco de mi inocencia en bastante cinismo y comencé a convivir con una profunda incredulidad en todo lo que encierra esa palabrita de cuatro letras que me empezó a sonar a chiste: amor.
A lo Scarlett O´Hara, decidí pensarlo al día siguiente, sinónimo de: cuando se termine el Festival.
Dos. En julio, cuando ya las horas de chamba se empezaron a hacer interminables, cuando dejé de ver a mi familia mi frase más común se volvió “¿te puedo llamar más tarde?”, cuando me convertí en una especie Robocop con los dos brazos que parecían una extensión de mis teléfonos y el teclado de mi computadora, y mi mente mantuvo más 17 carpetas abiertas las 24 horas del día, el trabajo me pagó mal. Una de esas mujercitas que “no tienen talento pero son muy buenamozas” que abundan en todos los centros laborales, me hizo una mala jugada y una incauta de mayor rango terminó acusándome de incompetente y dudando de mi palabra.
Tengo muchísimos defectos, pero dos virtudes: soy excesivamente responsable si de trabajo se trata (es más, algunas veces he creído con terror que caigo fácilmente en la definición “workaholic”) y no miento. Esta es la razón por la que cada año mis responsabilidades se multiplican, el peso encima de los hombros crece y el pelo se me cae en la ducha.
Tres. Ya en pleno festival, mi hermana menor se comprometió. No me malentiendan, fui la más feliz con la noticia y lo sigo siendo. Mi hermana es una de las personas a las que más quiero en la vida y deseo su felicidad más que cualquier otra cosa. Sin embargo, no puedo negar que divisé en el horizonte familiar un círculo que se cerró. Todos mis hermanos tienen familia. Yo, la mayor, me quedé como el número impar de la mesa.
Mientras manejaba en medio del tráfico para recoger un lindo vestido de seda para la fiesta de esa noche, me atacaron pensamientos de lo más extraños. Mi hermana se va a casar y pronto tendrá una familia, y lo que yo tengo es ¿esto?, ¿miles de horas de trabajo y un vestido nuevo encima? No sé sí fue el agotamiento, el agobio o los horarios de cabeza, pero cuando llegué a mi casa para cambiarme, ni el maquillaje ni mi corrector de ojeras (que a diferencia de lo que lo que la publicidad nos quiere meter por las orejas, ¡sí funciona!, es más, me atrevería a decir que es mágico) nuevo pudieron cambiarme la cara de, por primera vez en mi vida, una nada segura (a estas alturas ni de mí, ni de nada) mujer soltera de 37 años. Y 37 ya no suena a 30, ni a 35 ni 36. Por primera vez reparé en mi edad dentro de la ensalada que ya tenía en la cabeza. En ese momento no solo sonaba a 37 sino que tenía un eco que decía: estás sola, estás sola, estás sola.
Llegué al último día del festival a rastras. Una terrible laringitis me hizo hablar como Vito Corleone en la ceremonia de clausura que, para colmo, fue al aire libre en medio de este renovado frío limeño y terminó de destruir mis cuerdas vocales. Mientras todos se iban de fiesta, yo me fui a mi casa.
Al día siguiente amanecí muda. Y no es un eufemismo. Llamé a la casa de mi madre y le di con la mano golpecitos al auricular, como en una especie de clave morse para que me oyera, en un esfuerzo dije: “Maaaaaaami” con voz de lija. Ella me dijo que tomara una sopita, que me llamaba más tardecito porque se iba a un almuerzo por el Día del Niño en la casa de mi hermano y que tenía regalos para todas las nietas.
Furiosa y en pleno ataque de engreimiento, le colgué pensando por qué demonios no existía un “Día de la Mujer Trabajadora” y de regalo no me daban un médico a domicilio y delivery de sopita. Miré alrededor, tan espantoso como mi interior. Rumas de ropa sucia, ni un solo pijama limpio, en mi celular cero llamadas y cero mensajes. Ni familia, ni amigos, ni novio. Me arropé con lo que encontré y me metí en la cama. Tenía frío, no podía salir de mi casa, me dolía la garganta. Estaba sola. Se me salieron las primeras lágrimas al hacer el cálculo mental de cuándo alguien se daría cuenta de que había muerto sola encerrada en mi casa. ¿Días?, ¿semanas?, ¿acaso un mes entero?
Lloré y puteé. Contra mí y toda cada decisión que me había dejado en esa cama sintiéndome débil y sola. Cuestioné todo (después de todo, mi vil lado racional era lo único que se mantenía sano, pero solo para ayudar a desequilibrarme por completo) ¿Acaso había sido tan estúpida todo este tiempo para creer que todo lo que he escrito-pensado-reflexionado en este blog es solo una careta para no cargar los grilletes de una triste y patética soledad perpetua?, ¿era momento de comprarme una mecedora, lana, palitos, un gato y olvidarme de una puta vez de mi estúpido romanticismo?, ¿ya era hora de tachar con plumón indeleble la idea de conocer a alguien que me quiera igual o más que yo, con el que me den ganas de vivir para siempre o por un tiempo, y con el que quiera por lo menos un hijo?
Fue entonces que se me ocurrió la “brillante” idea de llamar al pasado para que me explique por qué estaba así de perdida en el presente. Pensé que en días con aquellos pasados, tenía la ecuación resuelta. Mal pensando, muy mal.
-¿Aló?
-Hola Fulano, soy…
-Hola Alicia
-Hola, bueno, la verdad, te llamaba… ehhh… quería preguntarte si podíamos conversar, aunque no sé si esto sea desde ya un error, pero pensé que…
-Claro- me cortó- mándame un “correito” esta semana y coordinamos porque ya sabes, tengo planes todos los días con mi novia, pero sí, de hecho conversamos para que te quedes más “tranquilita”.
Ni siquiera recuerdo el haberme despedido. Quedé un poco atontada. Y después me di cuenta de lo obvio: él estaba con la enamorada cuando llamé. Y no dudó en hacer un completo show-off enfrente de ella. Además de autoproclamarme la mujer pesadilla de sí misma, me los imaginé desayunando pan con tamal mientras pensaban, ella: asu, se muere por él/ él: asu, todavía se muere por mí.
Sentí mucha vergüenza. ¿En qué momento había sentido el impulso de llamar a un absoluto desconocido para que me ayude a juntar los pedazos de mí misma? La locura momentánea es siempre un buen turbo para devolvernos a la realidad. Bueno, a una humillante realidad.
Toqué fondo.
Me soné los mocos con papel toalla, porque otra cosa que no tenía en mi vida era papel higiénico, y decidí hacer algo radical. Desenchufé todos los teléfonos y me preparé a esperar la muerte viendo películas en el cable abrazada a una bolsa gigante de galletas integrales, que era lo único que tenía en la despensa, además de una bolsa de lentejas y un huevo.
Vi en el siguiente orden: “Carrie” de Brian de Palma, “Psicosis” de Alfred Hitchcok y el final de “Lo que el viento se llevó”. Entonces me di cuenta que a pesar de haber visto esta última unas doscientas veces (quizás un poco más), no había captado el final. Nunca había entendido el final. Cuando Rhett Buttler la deja y no puede retenerlo, llora rendida sobre la escalera. De pronto recuerda las voces de todas las personas que la habían querido repitiendo: “sacas tu fuerza de la tierra roja de Tara” (su hogar). Entonces es cuando dice uno de los párrafos míticos del cine y que siempre me hace llorar: “¡Tara!, es mi casa, tengo que volver. Mañana pensaré cómo recuperarlo, después de todo, mañana será otro día”.
Siempre pensé que lo que la llenaba de esperanza era el volver a su hogar, sentirse protegida y hacer borrón y cuenta nueva. Pero no. Volver a Tara, a la tierra por la que mintió, robó y mató durante las cuatro horas de la película, significaba encontrarse con la mujer luchadora que siempre fue; capaz de todo por pelear por lo que era suyo.
Entonces hice un rápido recuento de las mujeres a las que yo admiro. No las admiro por estar solas o acompañadas, ni por ser esposas, madres, novias, ni por ser amadas, odiadas, temidas o populares. A esas mujeres que conozco, a las que no conozco poquito y a las que me gustaría conocer, las admiro por valientes. Por honestas; por no quedarse calladas.
Y pensé: ¿hace cuanto tiempo que mi nombre no está escrito en mi propia lista?
Corrí a buscar un lapicero.
No soy ninguna mujer maravilla, nadie lo es. Es un personaje de ficción que hizo popular la churra Linda Carter en los 70. Hay días en los que no puedo con todo, con mi todo, sea lo que este sea. Sin embargo, lo que sí puedo hacer es pensar que Scarlett O´Hara tiene razón cuando olvide temporalmente quien soy y tenga que autorecordármelo. Ante Dios, lo juro.
Disculpen por la versión que parece pirateada de un cine de 1935 pero no encontré otro que se pudiera compartir.