Los otros Nobel "en español"
Las estadísticas dicen que Francia es el país con más premios Nobel. Tiene 14. Lo siguen Estados Unidos con 10, Alemania y Reino Unido con 9, e Italia que posee 6 Nobel, los mismos que Suecia; con 5 España… Y la lista desciende hasta llegar a los 22 países con un solo Nobel. Entre ellos, ahora, el Perú. Mario Vargas Llosa ya respira el frío aire de Estocolmo, concentrado bajo los altos muros de la Academia Sueca. Mañana, 10 de diciembre, será la ceremonia oficial de entrega del premio y su breve discurso de agradecimiento representando a los demás nobeles de este año. El martes pasado fue su discurso personal, muy emotivo. Pero, ¿cómo fueron los discursos de los dos últimos nobeles hispanoamericanos, y del último español?
Los escritores que pergeñan sus ficciones en la lengua de Cervantes y han tenido el honor de ser designados como flamantes premios Nobel son, hasta ahora, once. Antes de escuchar el nombre de nuestro compatriota como ganador del premio 2010 -esa mañana del 7 de octubre último-, había un empate entre España e Hispanoamérica. Cada cual con cinco Nobel. Vargas Llosa fue el desempate a favor del Nuevo Mundo.
Los españoles fueron: José Echegaray (1904), Jacinto Benavente (1922), Juan Ramón Jiménez (1956), Vicente Aleixandre (1977) y Camilo José Cela (1989), quien fue el último español en recibir el premio. Por el lado hispanoamericano, lo obtuvieron los chilenos Gabriela Mistral (1945) y Pablo Neruda (1971); el guatemalteco Miguel Ángel Asturias (1967); el colombiano Gabriel García Márquez (1982); el mexicano Octavio Paz (1990), y el peruano Mario Vargas Llosa (2010).
Si bien los máximos galardones para Mistral, Jiménez, Asturias, Neruda y Aleixandre fueron muy marcados por la situación política y social -más allá de las dotes literarias de los cinco nombrados-, los Nobel que más han marcado y mayor recuerdo generan son los de los años más recientes, de los 80 y 90, cuyos ganadores han sido escritores generacionalmente más cercanos a Vargas Llosa.
Gabriel García Márquez, el mago de la narración
“Por sus novelas e historias cortas, en las que lo fantástico y lo real son combinados en un tranquilo mundo de imaginación rica, reflejando la vida y los conflictos de un continente”, así de corto fue el veredicto de la Academia, que le otorgó el Nobel de 1982 al escritor colombiano.
El 10 de diciembre de ese año fue un día extraordinario para el popular ‘Gabo’, entonces de 54 años. La foto de estampa fue cuando el adusto rey Carlos Gustavo XVI le entregó el Premio Nobel de Literatura en el Concert Hall, en la ciudad de Estocolmo. El novelista andaba vestido completamente de blanco, como un enfermero de Aracataca de cuello Nehru.
El enviado especial de El Comercio, Manuel Jesús Orbegozo (MJO), lo dijo muy bien: ‘Gabo’ echó por la borda el protocolo sueco, y dejó el smoking negro por lucir un traje típico de su país, llamado ‘liqui-liqui’, compuesto por un pantalón blanco de lino, una camisa blanca de mangas anchas, sin cuello ni botones; y la chaqueta, una popular ‘guayabera’ o ‘caribeña’, como se la conoce en el norte de su país.
Esa noche, García Márquez se sentía representante de Latinoamérica, así se lo confesó a MJO. Hubo música y danzas de Colombia, y el eximio narrador llevaba con honor ese traje blanco, con el que rendía homenaje a su abuelo Nicolás Márquez, quien lucía así en los días de fiesta.
En su breve discurso de recepción del premio, titulado “La soledad de América Latina”, García Márquez no olvidó a sus maestros, los otros nobeles, mucho de los cuales lo motivaron a la lectura sin tregua. En ellos, los maestros, recibir el Nobel fue un acto de justicia, en él -admitió- el azar o el destino hicieron su papel.
Sus últimas palabras aún resuenan en mucha gente. ¿Un gurú, un iluminado? Simplemente un escritor con lucidez y sensibilidad suficientes para decir las cosas como son.
“En cada línea que escribo trato siempre, con mayor o menor fortuna, de invocar los espíritus esquivos de la poesía, y trato de dejar en cada palabra el testimonio de mi devoción por sus virtudes de adivinación, y por su permanente victoria contra los sordos poderes de la muerte. El premio que acabo de recibir lo entiendo, con toda humildad, como la consoladora revelación de que mi intento no ha sido en vano (…)”.
El colombiano volvió a su asiento con la medalla de oro en el pecho, el diploma bajo el brazo y un cheque de más de medio millón de dólares. Muy satisfecho.
El malgenio de Camilo José Cela
En la ceremonia de Estocolmo, del 10 de diciembre de 1989, Cela fue el penúltimo en recibir el ansiado premio. Primero pasaron los laureados de Física, Química y Medicina. Tras el español, cerró la entrega el Nobel Conmemorativo de Economía.
De riguroso smoking negro, soberbio, de ademanes aristocráticos, más serio o ceremonioso de lo acostumbrado, la necesidad de hablar del escritor gallego parecía contenida, algo acallada ante el protocolo. En esa jornada la atención de todos estaba en el Nobel de la Paz, que fue concedido al Dalai Lama, el histórico líder espiritual y político tibetano, quien lo obtuvo por su lucha eterna contra el poder absorbente de la China en su territorio.
Cela esperó su turno muy seguro de sí mismo, reflejaba firmeza, concentración y curiosidad en el mejor momento de su vida y de su literatura. En homenaje a ella, justamente, su discurso de recepción había tratado del arte de la fabulación.
“Elogio de la fábula” tituló su disertación, y en ella Cela se afanó más en asuntos de filosofía que de literatura, pero llegó a ella tras algunas fugas por otros senderos del conocimiento.
Antes de sorprender con su erudición filosófica y literaria, el novelista recordó a su maestro y viejo amigo Pío Baroja, de quien dijo que “tenía un reloj de pared en cuya esfera lucían unas palabras aleccionadoras, un lema estremecedor que señalaba el paso de las horas: todas hieren, la última mata”.
Temporalidad y ficción, lengua e imaginación, historia y literatura, fueron sus temas en ese silencioso salón más sueco que nunca. Pero Cela concluyó su detallado discurso con una reflexión final sobre la fábula.
“La fábula literaria ha resultado ser una herramienta decisiva en todo tiempo y en cualquier circunstancia: un arma capaz de enseñarnos a los hombres por dónde puede seguirse en la carrera sin fin hacia la libertad”, finalizó, sin más gesto que el ceño fruncido.
Octavio Paz o la poesía hecha hombre
El rey de Suecia Carlos Gustavo XVI apretó fuertemente la mano del poeta mexicano, antes le había hecho una ligera reverencia, como dictaba el protocolo. La Sala de Conciertos de Estocolmo estaba repleta, mil 800 personas, y los aplausos fueron vibrantes y eternos para el escritor.
Quizás en esos momentos, don Octavio recordaba el anuncio del secretario de la Academia sueca, en el que explicaba el motivo de la concesión del premio, “por sus apasionados escritos de vastos horizontes, caracterizados por una inteligencia sensual e integridad humanística”.
La noche sueca era de ensueño. Los cables internacionales remarcaban que el premio llegaba a la exorbitante suma de 750 mil dólares, y que el otro Nobel, el de la Paz, concedido al presidente soviético Mijail Gorbachov, no se podría entregar al ganador por hallarse este resolviendo problemas de la “Perestroika”, el sistema que estaba reformando las estructuras económicas y sociales de la ex Unión Soviética.
Al mexicano Octavio Paz lo llamaron para tomarse una foto con todo el grupo premios Nobel, y así inmortalizarlos. Él, muy orondo, se acomodó al medio de los notables, bien sentado, muy cómodo, con una suave sonrisa que iluminaba su rostro.
Hacía solo unas horas que había leído su discurso de recepción, titulado “La búsqueda del presente”, en el que reflexionó sobre la fortaleza de las culturas que se vinculan por medio de la lengua materna. Esa realidad es vivida diariamente y es una aventura del intelecto, pero también de la sensibilidad humana.
Paz explicó con brillantez la diversidad cultural que conllevan las literaturas transplantadas a otras tierras; para el caso de la escrita en lengua castellana en América Central y del Sur, frente a otras literaturas como la anglosajona, en el norte de América, o la más cercana en lengua portuguesa, ubicada en Brasil. Estas tres llevaron para el Nobel mexicano, la señal de la lucha por la búsqueda de una identidad.
“Esa historia está viva todavía: no es un pasado sino un presente. El México precolombino, con sus templos y sus dioses, es un montón de ruinas, pero el espíritu que animó ese mundo no ha muerto. Nos habla en el lenguaje cifrado de los mitos, las leyendas, las formas de convivencia, las artes populares, las costumbres. Ser escritor mexicano significa oír lo que nos dice ese presente, esa presencia. Oírla, hablar con ella, descifrarla: decirla (…)”, concluyó Paz, esa noche fría y oscura de Estocolmo.
Mañana, 10 de diciembre de 2010, le toca el turno a Mario Vargas Llosa. Que sus demonios lo ayuden a sostener el Premio Nobel de Literatura. Se lo merece.
(Carlos Batalla)
Fotos: Agencia