Poesía
Este libro insolente en su formulación, fue un tributo a mi padre y menos que tal, una aventura poética. Mañana vuelvo con los posts de costumbre. Mil perdones por el atrevimiento de aburrirlos hoy.
Retratos de mi padre
RETRATOS DE MI PADRE (Calambur Editores, 2014)
Raúl Mendoza Cánepa
“Porque no espero retornar jamás / Porque no espero/ Porque no espero retornar”
T.S Eliot (Miércoles de ceniza)
A modo prefacio
Mi padre ha muerto. Entre nubes densas y neblinas de verano, tomó la ruta de los pájaros. Hoy visité su casa vacía por última vez. Contemplé a solas sus fotografías. Él decía que apresaría el tiempo como al fuego cautivo de las leñas, pero él también era humo liberado y leña.
Sus retratos quedan, las fotos de los años del hogar, pero los hijos se fueron, habitan territorios lejanos. El viejo curvado desde las vértebras azules, adoloridas, se quedó a morir en la vieja casa de todos los otoños, donde (en mi teoría) jamás habría de morir.
Hoy ardió la lumbre de las velas entre las flores y los maderos. Es una tarde de coronas. Recorro su casa, sus jardines, sus galerías pobladas de fantasmas y memorias.
El hombre que aguardaba
Una lámina húmeda
perfila la silueta de un hombre:
Volkswagen blanco
en la acera de enfrente.
Como todos los días
asoma para recogerme y marchar,
recogerme y marchar…
La Kodak metálica de los primeros inviernos
hiela el aire espeso
en mi boca de humo,
congela el tiempo…
pero, igual la tarde muere al filo de las seis.
Es el tiempo sin misericordia.
Mi padre era solemne como las estatuas
frisaba sus cuarenta,
tanteaba a pie
los caminos
de las calles arqueadas.
Yo lo seguí siempre en penumbras.
Detrás iba
con mi apurada constancia.
Viejo Volkswagen blanco del 72,
aún el asiento transpira el lustre del betún.
Extrañamente, tenía la risa del papel
y un aire de cuerpo joven
como una ofrenda.
Es el tiempo sin misericordia
que destruye a las ciudades y a los hombres.
Cantaba al viento un romancero de fiesta.
Siempre cantaba un romancero de fiesta.
No pensaba entonces que habría de morir,
yo tampoco sospechaba
del filo acechante de la muerte,
o que sus ojos rutilarían
cerrados como una palabra.
Pero hoy el viejo tiene un aire animal,
fugaz como las cosechas
o como la yerba verde
que también habrá de morir
en un semicírculo de violetas
junto a los pastizales del jardín.
Foto segunda
El hombre sacude las aguas en la bahía de Ancón
(1977)
e iba entre sombras,
siempre iba entre sombras,
como un condenado,
como un cometa nocturno
repleto de órganos,
como un cometa
dirigido a la muerte.
Pero era temprano
y la muerte le era un artificio extraño.
Nunca se hablaba de ella en el hogar.
Tampoco existía en las narraciones
de los antiguos profetas.
Calzaba entonces
dos chancletas romas
y dos pupilas le colgaban de las cuencas.
Con mis ojos minerales,
he vuelto al hogar del padre.
Los cementerios pueblan los parques
y los rostros de la gente
invaden la bahía.
Es el páramo de mis ojos
sobre un malecón de tierra.
Pese a todo,
en estos habitáculos
reverberan sus historias
como canciones de paseo dominical.
La memoria surte los detalles
como el chicote
que precisa la piel del lomo.
Sus cuentos pueblan el anaquel polvoriento
de las revistas viejas
en una sala de su casa.
Recorro el pasadizo
donde un día
me eché a andar.
Así conocí el mundo,
de medio lado.
Él era el ojo cuervo
y el libro partido a la mitad.
Yo soy el ojo cuervo
y el libro partido a la mitad.
El conjunto de las piezas
habita un lagrimal como una ciudad
hecha de espanto.
Umbral
Es el descubrimiento de la muerte
el que hoy me sobrecoge
entre nieblas.
Como fuera,
he venido a rastras para ver sus cosas.
Tengo las rodillas raspadas,
y los ojos de leve humedad.
Me he llevado apenas sus reliquias:
un Señor de la Justicia con inscripciones de súplica
(firmadas en 1975),
un fardo de ropas raídas,
una cruz de madera,
las fotografías que cuajaron el tiempo
como una trémula gelatina.
Ávidos relojes de arena.
He erigido un altar
al lado de su cama vacía.
Luego bajé al jardín
para tenderme en la floresta
a recordar los viejos perros.
Al borde de las tres,
(treinta grados)
respiro en sorbos.
Otra fotografía cuelga al lado de la cortina.
Tenía el entrecejo apretado
de los hombres serios.
Ha dejado una mujer, dos hijos
la sombra de una casa en ruinas.
En trizas los vocablos
y el verbo del susurro que puebla la intemperie.
Musita vaguedades en el cielo nocturno,
le oigo en mis penumbras imaginarias.
Pero es tarde.
Que el Dios de todas las tormentas
perdone sus faltas
y en papel jazmín firme su redención.
Que lo anuncien las flores de Ab Salah,
Que su ceguera sutil no perciba
su vaho en el espejo
ni la concatenación bestial
de todas las fibras
que hoy se le desgarran del cuerpo.
Tenía, digo, una mujer, dos hijos,
un sofá tachonado de estrellas,
un sillón y un relicario,
unas huellas impresas
en el concreto del patio.
Ya es inútil, viejo, musito bajo el lienzo
del ocaso.
Tiene la pelambre partida
y aquel lomo rajado
por las señas del tiempo.
En un caja deposito sus reliquias
que hoy relumbran en la intemperie
de un extraño sol.
El álbum de fotos
Para retener el último alimento
mi padre sorbía del aire cálido de marzo
y aguardaba,
múltiple de hambre en el infinito muro
que separa la vida de la muerte.
Imploraba y entre imprecaciones abría la mano a una moneda,
garúa vital de la tarde nutricia
humedad sobre la yerba del camposanto.
Siempre que llegaba
le ardía el intestino.
Le ardía la panza y el ojo.
Le ardía el oído muerto.
Desde su casa oigo aún la crepitación
de sus tripas vertidas al lodo.
Él no aguardaba las lluvias que picotean su lápida
ni los rostros que el viento esparce
como patéticas figuraciones
del tiempo.
Los lúgubres estíos
habrían de morir con él
como morirán un día en nuestras palmas abiertas .
Los hijos lloran al contemplar
el cadáver platinado.
Viejo de los jacintos violáceos,
ramo que su mujer no alcanza
a verter sobre su tumba.
Del macizo de las flores
en la atmósfera del 18 de marzo
bruñe apenas un inmóvil corazón.
Ávido era el viejo,
sin el artilugio del tiempo.
Pero hoy carece de reloj
y de vestuario,
y en su desnudez de aire seco
ruego por su elevación
al monte sagrado del padre.
Dale, Señor, el pan que me ofreciste en rodajas
la noche de anteayer.
Prescindo del Nescafé y de la sal.
Aquí debajo la vida nos seguirá igual
Y la muerte nos seguirá igual
Y el geranio yerto nos seguirá igual.
Dama fúnebre
el hambre tiene el vértigo letal
y la impaciencia de los viejos.
Nadie aguarda sin agobio,
pero él aguardó sin sosiego
-y entre brumas sólidas-
la precisa hora de partir.
De los desiertos vastos
vuelco apenas mi beso crucial,
el último,
precisamente ese que no le di
en el albor de marzo.
El último que no vertí en su frente
de papel.
Fui agua,
apenas el arte vano de un juglar en apuros,
fui una fuga de fuego entre sus dedos
fue una fuga de sal entre los míos.
Cuarto vacío
Habitación cuatro, segunda planta:
La fotografía de un hombre
que chisporrotea como una brasa.
Baile de 1955.
No tiene el entrecejo adusto
ni la carne tiesa
ni la vejez encima
como un armario.
Aquel hombre,
del saco azulino sin estrellas,
danza entre las lluvias
que hoy horadan su cuerpo.
Que el justo Leteo al que recurrió a deshoras,
tenga piedad.
Cayó ayer como un fardo y de bruces
al hoyo del barro compartido,
bestial y negro, abismo de la muerte.
Hoy la muerte nos divide y nos reencuentra
en su última casa.
Viejo,
bronce mate en el aire espeso,
etérea memoria del cuerpo.
La muerte, digo, se cernió como un ladrón
sobre él.
Muerte, como a las ocho,
alba que precede al otoño,
a las ocho en el coso de la avenida,
tarde de toros sin capote,
a las ocho,
muerte
la del hielo y la de sus viejos guardianes.
A las ocho.
Aleteaba agitado
como una hélice.
Hoy recorro su casa.
Atisbo los muebles y las habitaciones.
Sobre aquella cama yacía
entre las penumbras sólidas
de las seis.
Tanto tiempo desde la gomina,
los alfeizares y las damas.
Jugaba al Ajedrez con Eliot,
pero la muerte asemeja al lodo espeso
y a las fauces del lobo.
Él fugó entre las sombras vagas de las cosas,
hacia un cementerio de metal,
la niebla ocupa hoy su esquina como un fantasma.
Ha muerto el viejo,
¡qué insolencia!
hoy gimen los espectros magros
de la tarde.
Se fueron Armstrong, Holiday y Rushing.
Nada queda del verano aquel
ni de todos los veranos
que partieron
como la porosa levedad del humo.
Hoy los hijos quiebran las raíces del otoño.
Vierte el llanto
un retorcido huarango.
Como él, tenía el rostro pálido
que se desmenuza
como una papa que se deshace al fondo de una vasija.
Deleznable sino
como las tinieblas moribundas que se diseminan
sin tardanza .
Es el tiempo.
Porque la vida nos transcurre por la muerte
porque la vida nos transcurre
porque la vida
porque….
El tiempo nos supera,
nos aniquila con sus garfíos de plomo
nos aniquila con sus garfios,
nos aniquila.
Las ocho en el reloj de la torre.
Las ocho en el reloj.
Las ocho.
El cuerpo hiede a su precisa hora.
Extraño rigor mortis,
rictus de un bostezo infinito.
A las nueve el viejo se torna en ausencia.
Origen
Foto en sepia.
Sospecho que respira
con aire entrecortado
y que se insufla bajo la vasta y dura mirada de su madre.
Hijo abandonado entre las tupidas yerbas.
Nunca recibió una herencia
mas sí un filón de plomo entre las tripas.
Siempre fue la suprema rebelión del rojo
en el libro de sus haberes.
La luz del techo era el guardián
nocturno,
el sacerdote que oficiaba
de puente con las
memorias de las cosas.
Pero no he venido a faltarle, señor.
El montaje funerario
hoy lo habita lejos de su casa.
Solo he venido a sus altares.
Humilde labriego sin títulos,
he venido con la lengua a roer
el viento de su palabra.
Eterna figuración que supera a todas las cosas,
la palabra es el ducto
por donde el aire solidifica la memoria.
Recurro solo a ella.
Torne su espíritu a la luz que sobresalta y tonifica.
Digo:
redímelo, Señor.
A Dios dirijo las gracias
y la bendita coronación de las plantas
que hoy rodean su cuerpo.
Carta en el desván
No había leído a Verlaine ni descendía de la yerma del averno
al norte,
en la cercanía del océano que se tiende.
Vino de lejos, encamisetado y siempre al borde,
porque vivía al borde y al borde vivimos
y al borde vive el universo y su centro giratorio.
El borde es el contorno de todas las cosas
y el borde del hombre habita siempre en una caja.
Oh santo Señor de todas las causas,
que el sudor helado no pueble la frente de este hombre,
montículo de carnes magras que se montaba fatigado
entre los revoltijos de una calle del sur.
Salario roto,
se volcaba, viejo,
el goterón que secaba con un pañuelo ralo.
Se las vivía en apuro y al borde se las vivía
por sus hijos.
Tornaba a las cuatro.
Transfigurado y siempre al borde.
Moría su esfuerzo en la memoria tenue
del párvulo que corría por el centro de los parques.
Pero hoy recién lo sé, padre.
Vivía al borde.
Sí, porque para nosotros inventó las frondas de los árboles
y el secreto de las grandes fragancias
para que habitáramos serenos sobre el CENTRO de las cosas.
Panza arriba desabotonado.
Treinta grados en los termómetros.
Calor, enemigo de la batalla al mediodía,
Y él seguía, rifle en ristre,
timón en mano
entre todos los estribos.
Carecía de ejes y certezas,
los bordes siempre lo habitaron,
leal señor de las batallas.
Niño que se ahoga en un cuarto vacío
Me bullía la sangre,
y él siempre al pie para curarme.
Foto en el pasadizo
de la segunda planta.
Aguardaba al pie de mi puerta
mi pronta restauración.
Celestone para el asma,
medianoche entre lluvias
en una Monark oxidada.
Recorría cinco mil metros de losetas y jardines.
Las contaba sin reparar en los pormenores
de la perfecta geometría.
Alonso el espadero del traje de plástico
O Alphonse Smith, no hay diferencia
Siglo XVII,
Blanco o bronce,
da igual,
Museo Metropolitano de Lima
O Museum of London,
London Wall, La Parada,
Humareda entre putas o
Thomas Gainsborough
amansando a la yerba,
es lo mismo, el hombre,
el padre y el hijo,
reina el mismo silencio en sus casas vacías,
en el sepulcro de sus viejas memorias.
Mi padre ya no corre más,
ni vendrá más a curarme,
no habrá más una luz prendida en el último tramo de la casa,
para guiar el final de mis trayectos nocturnos.
No más,
porque la muerte existe en todas partes
y el adiós rigió también su sino.
La lámpara de su mesa de noche
ya está apagada.
Mis memorias
son como tintes ocres y espesas crepitaciones
en la estrecha geografía
de una celda.
1984, el niño jala las flemas que lo ahogaron,
pero ya no hay retornos,
hoy las losas se cuartean,
y sobre la vieja casa
montarán un edificio de metal.
Sur
Existe una planicie de lodo,
lejos de las aguas
donde oficiaron un día los peces.
Tarde de pesca en Pucusana.
Canículas, plásticos, tubos que se montaban,
cañas y llantas
sobre las turbias concavidades de la orilla.
“Dios, que esa piel no se le descomponga más,
que ya vienen los reyes de Mariah,
los de la mirra en el pesebre,
para contemplar su cadáver”.
Los milagros no solo se ciernen sobre la tierra
de Oriente,
la esfera es celeste universal y vibratoria
y las gracias viven también bajo las indóciles tormentas
del sur.
Lloro.
No habrá de venir a la cena pascual.
Pucusana es una fotografía y un fogón,
una tela de acrílicos luminosos
(de veinticinco por veinte).
Recorro la sala vieja,
el sofá entre grises y telarañas
pervive a las neblinas.
Raspo mis huesos en la explanada del parqué.
Abro zanjas en el desierto de mi lomo gris.
Al lado de su cama no reposan sus huesos
pero orillo una oración:
“Señor, que una turba incandescente
cubra sus manos breves
que tocaron sombras y arboledas.
Vuelca, oh Dios, desde la eterna Magrehim,
el pálido juicio que se difumina
al concluir tu ira.
Obséquiale tu misericordia.
Señor de los dados,
(que se juegan por ventura y vanidad).
Que así sea”.
Viejo de chalina azul aguardando la noche
Dios padre
El anciano habitaba sombras
y solo aguardaba que el río fluyera,
que la vida fluyera,
que el aire helado
vertiera en sus venas
su filamento fatal.
Lloraba a solas
las inclemencias inagotables,
el conducto inexorable de la muerte.
Destino que dio finalmente a la mar con sus miserias.
Aguardaba,
como el paciente navegante
de Essaghe, ignorando el linde
del océano
la oquedad a donde irían a parar sus huesos.
Caja sin mayores ornamentos.
Cenizas sin rastros de brasas.
Dime señor si es justo el lamento ulterior,
el terror que relumbra en el ojo del viajero.
Yo soy tu fallido guardián polar
y quien da testimonio
de las miserias que anidan en las retinas
de los hombres.
Descripción a secas:
Cruzaba los ochenta sin pausas.
No había leído los diccionarios,
lloraba con un esplendor seco en la mirada,
tenía las vértebras colapsadas de una primera caída
y el cuerpo curvo como un ciprés seco
de una segunda caída.
Tenía la esperanza en añicos
sin las flores que acompañaron su primer romance
y el segundo
y el tercero.
Así lo vi la última vez.
Dios de los pájaros y de las cumbres,
altavoz de las tormentas,
suplico piedad para las blasfemias,
para los bramidos biliares
y para todas sus incontinencias.
Soy no más que el hombre
entre los intermedios del crepúsculo,
el notario de las horas aciagas,
no he descubierto el fuego.
En mi manantial oculto
solo anidan tempestades.
De Belgrado al oriente de las cúpulas doradas
la vida es igual.
Habría de morir.
Crepitaba el viejo un dolor sin bálsamo.
Siempre la curvatura del siglo
es patética
y patético el nevado que escala
el cuerpo trémulo
hasta la coronilla
y la soledad de los viajeros
más cercanos al puerto.
Oh Dios que inventaste las mitologías
y los espejos para quebrar la vanidad
de los hombres,
Dios del tiempo vulnerable
Dios de los declives que atormentan
en los estrechos territorios:
sus ojos cerraron entre oraciones,
que ellas no sean vanas.
Dios, que ese dolor de hueso fugitivo
no socave más,
que la mano seca florezca
en tu reino
y que el tálamo sea
aquel viejo pliego de infinitos y viejos calendarios.
Recuerdo su piel lisa y sus movimientos,
joven envuelto en una chalina
en el vaporoso humedal del verano:
fotografía en la sala azul
sobre marco de platino.
Dorado cielorraso.
1980.
“Señor, que el viaje aligere
en las hermosas noches del estío,
que el reloj juegue a la magia
y que no habite más
la casa imaginaria
de un pueblo fantasma”.
Hombre viejo abrazado a una parra
Mis rodillas se pliegan como dos papeles
en su altar
donde reinan todos los sacrificios.
He viajado desde las tierras de Goreh
donde han liberado al Godám
el viejo dios de las barcas.
Un trueno ha cuarteado los muros
de Constantinopla como una señal
de los antiguos cuentos.
Araño el aire.
La voz ha muerto.
Pero he llegado a él, igual, tarde,
con la leña de su seco parral.
Hombre de aguas y tierras partidas,
estela azul de ojos niebla.
Se fue en el albor del otoño.
Lo he contemplado
adolorido.
Cuello de metal,
columna de piedra deshecha.
Doblada cervical
en el claror de la madrugada.
Pero hoy ya nadie reza
y en altamar nadie reza
y en el oriente de las tierras nuevas
nadie reza,
y en la chacra colorada nadie reza.
Pero yo llevo la contraria.
Los laberintos solo sirven para la distracción
del hombre,
se erigen sin lecciones,
como el fin y el principio,
como ambos
cohabitan inútilmente en el mismo espacio.
Mi padre ha muerto.
Se despliegan sendas que se bifurcan,
seremos dos o tres o cuatro o cinco,
que es lo mismo que ser mil y uno.
Pero no estará más solo
entre los crepúsculos de la tierra.
Tenía los ojos bronces
de quien hurga libros viejos,
le narraba las letras a sus hijos.
A chorros contenía
un llanto antiguo,
uno nuevo y una furia extraña.
Tenía el vientre apretado, rígido.
Nutrió de pétalos blancos
las bocas que se abrieron.
Llueve sobre el reino remoto
mientras la sequía alarga su estación.
El puerto a la vista,
La marea se agita entre espumas
Se enfurece la barca.
El viejo y Caronte a solas.
Dos ancianos.
Será, digo, el desaforado Dios
de las espesas honduras
en las horas más cálidas
o la estación que rige los agostos.
Señor, protégelo de los dioses ignotos,
de los demonios que vomitan su fuego a la mala,
de la intemperie seca,
del rojo febril que recita tempestades
sobre el ojo seco.
Que amainen sus penas y sus furias,
que sus fatigas sean no más
que como un suave murmullo del mar.
Soledad del que mira el puerto arqueado en un poste
Raíz que brota de los ojos como una ceniza
me extraña el pan dorado del marco.
Por segunda y tercera vez se cierran los espejos.
Marinero en Stabergersee que no fue,
vidrios rotos
refulgiendo al sol como un astro fugaz.
Mañana rota.
Yerma.
Mañana rota.
Muerte en el abrazo roto
de los otros
que son siempre los otros
y que son hombres rotos
que habitan pueblos rotos.
También los muros se rompen.
Adioses rotos sobre las mañanas rotas.
Caribdis, rayos de sol volcados en la marea.
Cuadro final y roto al fondo de su cocina,
cuando hiede el pedestal de los tubérculos
sobre una canasta de paja.
Padre, hoy he descubierto la mortalidad.
La neblinosa Lima cubre
el sinuoso paso de los espectros,
y yo he ordenado tu casa.
———–
“Gloria Patri, et Fili, et Spiritui Sancto.
Sicut erat in principio, et nunc et semper,
et in saeccula saeculorum,
amen”.