El poeta enamorado de la luna
Existe una leyenda que refiere los trajines azarosos de un perro enamorado de la luna. Pertenece a los mochicas y su contenido lo reservo por ahora. Es la luna el símbolo de lo inasible, de lo que solo se puede contemplar en la lejanía, de la impotencia humana frente al desafecto y la indiferencia del otro.
A todos les toca alguna vez toparse con un muro, ser aplastado por la solidez de sus ladrillos o ser víctima de la impiedad, que es ausencia de compasión, desamor y deshumanización. Conocía a un cantor, era un buen amigo y componía canciones, polcas y valses de gracia sutil. El hombrecito aquel, un día que el tiempo esconde como un enigma, perdió el equilibrio. Una bella dama italiana lo abandonó para contraer nupcias en Europa con un marino francés. Él, Marcelo Gálvez, se quedó allí, prendado de ella, de su dama, de su foto. El dolor fue tal que un día me sorprendió con una frase que al inicio la asumí como una broma: “Estoy enamorado de la luna”.
La repitió sin fatiga e insistió hasta que yo me convenciera de que su afirmación era real y, en efecto, lo era. Los acontecimientos produjeron un transtorno en él de tal dimensión que transfirió su sentimiento hacia un objeto superior, inasible, pero ideal y permanente. Un objeto al que pudiera contemplar periódicamente sin la opción del adiós.
Le hablaba despacito y la esfera luminosa y descomunal nunca le respondía, pero estaba allí y era suficiente para él. Los silencios no siempre son vacíos, la imaginación los colma de diálogos inexistentes. Él le hablaba, le componía canciones e imaginaba que ese satélite girador le respondía con suavidad.
No sé que será de él o tal vez sí lo sé. La última vez que lo vi, dijo que había decidido visitar a su más reciente amor, remontar el espacio, las capas superiores de la atmósfera para alcanzarla y lazarla para sí. Lo buscaron por todas las calles de Lima, por los hospitales, las estaciones de policía….pero era inútil: Marcelo Gálvez había desaparecido.
Hace varias semanas, como les anuncié en un post, hice un pequeño viaje fuera de Lima. Precisamente llegué a las alturas de Paijén, donde con Marcelo solíamos ir a nadar con toda la mancha. En aquel lago la luna se reflejaba con todo su esplendor en las noches de verano y allí nadábamos y nos remojábamos antes de acampar .
Esta vez, a solas, miré alelado el reflejo, la luna intacta en el agua…. y más allá las huellas hondas de unos zapatos en la orilla húmeda dirigiéndose hacia el lago. No hice nada más que observar callado y cómplice la majestad de ese amor que por fin vio la luz en una noche de verano.