"Última defensa de Jerome Boateng", por Jerónimo Pimentel
"Última defensa de Jerome Boateng", por Jerónimo Pimentel
Jerónimo Pimentel

Existe una tendencia, magnificada por las redes sociales, a juzgar a un deportista por lo peor que hace. La capacidad de crear memes es proporcional a la mezquindad. Si hemos de resumir una carrera en un gif, ¿por qué ha de ser una caída? Con ese criterio  sería aquel chico al que Ribéry dejó sentado en el Bayern-Barcelona de la temporada pasada y Baggio, apenas, un penal fallado y una mirada perdida, por la eternidad, en el césped del Rose Bowl.

Existe un espacio donde reinan el “Not Top Ten” y el “Para qué te traje”, pero ese lugar es el del humor, la chanza, la distancia que nos permite reírnos de nosotros mismos para no olvidar, finalmente, que esto es un juego. Convertir el rasero del ‘hater’ en el criterio predominante envilece y confunde. Al ridiculizar al adversario, se minimiza el logro y no es posible apreciar el mérito del superdotado, cuyo amague no solo le permite sobrepasar, sino también derribar a su rival sin tocarlo. Tampoco da luces sobre el verdadero desempeño del defensa en los 89 minutos restantes. Sobre lo primero surge una pregunta: ¿Qué back podría sostener, sin generar risas ni sospechas, que no se comería un regate de Messi cuando entra de derecha a izquierda con balón dominado a velocidad? Sobre lo segundo, otra interrogante: ¿No fue durante 77 minutos el líder de un orden táctico suicida?

La maldición del defensa y el portero es que se les recuerda más por sus yerros que por sus aciertos. Cuando un atacante los lleva la acción es orgásmica y el aplauso frenético; en cambio, cuando un lateral contiene a un extremo o un central roba un balón el goce es anticlimático, si se quiere, intelectual. La belleza de un quite es cultural, aprendida, y su disfrute demanda un segundo movimiento mental; la belleza de una finta, por el contrario, es espontánea y total, y cuesta no celebrarla así sea en contra del equipo que uno apoya.

Pero el análisis debería superar los lugares comunes para encontrar, incluso a contrasentido, el valor real de los atributos futbolísticos. Para empezar, estos son colectivos, rara vez individuales. La medida del fútbol no es ni puede ser Messi. Él es la excepción, el asalto de lo imprevisto, la zona misteriosa desde la cual emerge, de pronto, una luz. Eso no se puede enseñar ni exigir. La genialidad en los deportes individuales es corriente, y de alguna forma, inevitable; en los  colectivos, es excepcional, en el sentido literal de la palabra (recuérdese la charla táctica de Pelé en ‘Escape a la victoria’): nadie se puede reconocer en las proezas de un fenómeno. A ellos se les admira, se les venera, pero no hay empatía posible.

Desde esta mirada, Boateng es notable. No es un elegido, pero qué culpa hay en ello. Se le puede considerar, por logros, uno de los mejores centrales del mundo en activo, tanto sea en club o selección, y no solo por títulos, sino por desempeño y versatilidad: puede ocupar cualquier posición en una línea de 3 o de 4 y rara vez juega menos de 6 puntos. Eso no lo convierte en infalible ni lo eleva a la categoría de antídoto, pero ¿quién lo es ante uno de los más grandes portentos de la historia?

Pero si aun así existe empeño en reducir el fútbol a un enfrentamiento de dos personas, como parece ser la empresa de tantos anónimos, Boateng puede contarle a sus hijos que ha enfrentado a Messi en otras ocasiones. En tres de ellas se impuso. No eran amistosos, sino dos semifinales de Champions League y la final de la Copa del Mundo. En ninguno de esos encuentros Messi marcó, lo que de por sí ya es insólito y, además, en los tres casos el bando del germano acabó los partidos sin recibir un gol. ¿Hay algún loop que grafique ello?

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