Nombrar al entrenador de moda nunca fue solución para mejorar los resultados de la selección peruana. Ejemplo: pasaron Freddy Ternero, Franco Navarro, Julio César Uribe, entre otros, y todos obtuvieron resultados poco favorables. Los querían todos, pero el buzo nunca les quedó.
Luego llegó Sergio Markarián, el opuesto a estos casos, con un currículo más amplio, pero quedó a diez puntos del quinto puesto en las Eliminatorias sudamericanas.
El contraste comprueba que el éxito de un equipo no depende de nombres. Y mucho menos de resultados. Un entrenador no es mejor que otro porque tenga una o dos copas más, ni si quiera por su estilo o identidad de juego. Lo es por su metodología de trabajo. En ese sentido, ¿es Pinto lo que necesitamos?
Lo que debería tener en cuenta la FPF a la hora de contratar a un entrenador es eso, precisamente: el proyecto que persigue y los argumentos que lo sostienen. Alemania, por ejemplo, creyó ciegamente en el método de Klinsmann, y, aunque no obtuvo resultados inmediatos, resultó campeón mundial en Brasil. Tuvo tiempo, y le dieron tiempo.
Igual, el técnico termina siendo solo una pieza dentro de un rompecabezas en que fallamos en todo lo demás (clubes, sistema, FPF, periodismo). Nadie duda de la capacidad de Pinto y su último Mundial –de hecho, aquí lo conocemos-, pero a nivel macro, Perú necesita una revolución administrativa, antes que un entrenador de moda.
En todo caso, quien llegue debería ser un revolucionario, alguien que más allá de pensar en la clasificación, nos entregue un modelo correcto a seguir en todas las categorías. Un plan que funcione a través del tiempo, continúe o no el autor del mismo. Un plan que, sobre todo, no tenga como aliado principal a Manuel Burga.