Uniformados como estábamos todos en el Estadio Nacional —la misma casaca adidas, el mismo modelo Marathon, la misma visera de dulonpillo de Gamarra— hubo uno, un solo peruano al que la camiseta y todos los demás implementos del uniforme patrio le quedaban precisos. Hechos a medida. Como si fuera realmente su epidermis.
Se llama Teófilo y su apellido empieza con C de Cubillas o de crack. Al cabo es lo mismo.
El mejor seleccionado peruano de la historia, el más goleador en mundiales, nuestro Pelé, estuvo en una de las butacas numeradas del palco oficial de occidente, viendo cómo Cueva evocaba a Sotil y admirando cómo Lapadula terminaba de integrarse a una nación que mira a sus futbolistas con los mismos ojos de amor con los que desprecia a sus políticos.
Cerca, en el entretiempo, habló con Mario Fernández, histórico periodista de DT El Comercio, con quien habló sobre lo que todo el mundo habla en micros, ubers y cantinas desde la noche del martes: ¿qué está haciendo/comiendo Cueva para ser tan notable hoy?
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“A la edad de un infantil es crack”. Así, sin preocupación porque el elogio dinamite su carrera, un diario de la época presentaba en sociedad a Teófilo Juan Cubillas Arizaga, que en 1965 tenía solo 15 años y unos pies que se preparaban para conocer Mundiales desde los arenales de Puente Piedra, dos horas al norte de Lima. Era la época de los Interescolares: el Melgar chocaba con el Guadalupe, el Alfonso Ugarte se medía con el Bentín. Y con ellos, a sus barrios limítrofes. Fue allí, en el Instituto Nacional de Comercio No. 22 G.U.E. Ricardo Bentín, que el Nene la rompía. Quienes lo vieron en la clase de Educación Física con el profesor Ricardo Guerra Garboza dicen que podía llevarse a todos sus rivales en fila india. Que podía hacer pataditas con los ojos cerrados. Y que de esos dientes de conejo ya sabían reporteros y curiosos, hasta que la noticia llegó a Rafael Castillo, el mítico Cholo, y a don Jaime de Almeida, el hombre de camisas guayaberas y largos tirantes, que en 1966 lo hizo debutar en Primera División.
Luego, todo fue fundacional para el fútbol peruano. Si los mundiales conocen el gentilicio “peruano” es por él.
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Mario Fernández recuerda. “Miro a Teófilo, al que le iba contando lo de Chile y Colombia en sus partidos contra Uruguay y Venezuela respectivamente y, le sugiero una opinión sobre la genialidad de Cueva para quienes presentes en esos momentos en el Nacional les quedaba la esperanza de volver a ver esa jugada en sus casas porque allí en el estadio continuaba el juego”.
“Y mientras me apuro en cerrar mi computadora -me escribe Mario al WhatsApp- una frase de Julio Cortázar pensando en el jugadón del 10 de nuestra selección me sacude: “Genio es quién se lo cree y acierta”. Cueva lo es.
Y luego habla Teófilo, en medio de la euforia: “Esas jugadas las aprendemos en las canchas de barrio, sobre las pistas ante los amigos rivales donde casi sin querer se nos ocurre realizarlas y, como nos salen tan bien es que quedan para siempre. No nos olvidamos de hacerlas… Cueva representa todo ello. Midió, calculó, supo por dónde salir y en milésimas de segundo siguió siendo dueño del balón y, por lo inteligente que es no le quedó otra cosa que darle el balón a Flores”.
Cueva, Cubillas. Por algo se escriben con C.
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