Según la Real Academia Española informal es aquel que “no guarda las formas y reglas prevenidas”, con lo cual, seamos sinceros, es posible que usted y yo, más de una vez, hayamos encajado en tal definición.
Si nos hacemos los locos en una luz roja y nos la pasamos, si no cedemos el paso a una persona cuando camina por el paso para peatón, somos informales. Somos poco conscientes, y es que en el Perú, lamentablemente, la informalidad está en cada esquina y no se reduce solo a la actividad económica.
Comprarse el pleito de formalizar el país no es poca cosa. En su primer discurso como presidente de la República el 28 de julio, Pedro Pablo Kuczynski dijo: “Para el término de mi mandato por lo menos 60% de los puestos de trabajo estarán formalizados”.
La meta es ambiciosa, pero apuntar a ella es indispensable, puesto que hacer una “revolución social” como la anunciada por el presidente a inicios de su mandato es utópica, irrealizable, inalcanzable, inasequible si arrastramos como país a la informalidad.
Un Perú “moderno, más justo, equitativo y solidario” como el que el presidente describía como su más ferviente deseo aquellas Fiestas Patrias no puede lograse sin reducir la informalidad, vital en términos de perseguir un país sin desigualdades. ¿Apuntar hacia el desarrollo arrastrando la informalidad? No se puede.
El problema es complejo y la solución no es única. Por ejemplo, si bien crecer como país es indispensable, no es suficiente. Durante los mejores años de la economía peruana, entre el 2002 y el 2013, el PBI creció en 6,1% en promedio. El 2008 fue el mejor año, la economía se expandió 9,1%.
En este período, la informalidad no se redujo significativamente. Una economía que crece no deja necesariamente de ser informal, tampoco logra siempre competitividad; el 75% de la PEA es informal, pero su producción representa menos de la quinta parte del PBI; en otras palabras, su productividad es muy baja.
Así, el crecimiento es esencial para crear empleos formales, de calidad, pero no es suficiente. Tampoco es suficiente para lograr competitividad. De poco sirve el crecimiento, si este no se refleja en el bienestar, estamos en nada. La reducción de la informalidad es esencial para lograr bienestar, reducir desigualdad y la exclusión social, para lograr la deseada “revolución social”.
Este gobierno ha dado los primeros pasos anunciando un paquete simplificador, la reducción de sobrecostos laborales de 40% a 10% del salario, la propuesta de reforma a fin de proponer incentivos para un régimen laboral para las mypes alineado a la propuesta tributaria, etc.
La historia juzgará su efectividad. En este camino, instituciones que inspiren respeto es parte de la ardua tarea. Un Estado ejemplar debe conectar con los ciudadanos, servirlos y no estorbarlos. Si ello no se cumple se genera un incentivo para que el mercado funcione al margen de las estructuras formales.
Pero vencer la informalidad no se reduce a lo expuesto, responde también a factores más complejos como el que mencioné al principio: tomar conciencia. Hacer lo correcto no es siempre fácil. Este 2017 será de grandes retos para este gobierno, pero lo tiene que ser también para los ciudadanos, hay una parte de la tarea que nos toca hacer.
Esta es la última columna que escribo como editora de Día1. Asumí esta responsabilidad hace más de un año con el entusiasmo que, a este gran equipo que he dirigido y a mí, nos ha alimentado a diario, guiados por el propósito de acercarles información que colabore con ciudadanos más informados, que colabore a hacer mejores empresas. La información nos da el poder de cambiar las cosas, está siempre en nuestras manos hacerlo. Gracias, siempre gracias.