(Foto: Daniel Apuy/ GEC)
(Foto: Daniel Apuy/ GEC)
Carlos Ganoza

En medio de semanas convulsionadas en la región, una noticia terrible en el Perú ha pasado desapercibida. Según el INEI, el crecerá más que el formal en el 2019.

El bienio 2017-2018 fue el primero desde el 2002 en el que la no disminuyó. Peor aún, aumentó ligeramente. Ahora se espera que vuelva a crecer en el 2019.

La incapacidad de la economía peruana para generar puestos de trabajo formales es quizá nuestra peor disfuncionalidad económica. Atrapa a las personas en empleos precarios, poco productivos, sin oportunidades para desarrollar habilidades para moverse hacia mejores oportunidades, y sin acceso a mecanismos eficientes de protección social.

Pero sus consecuencias van mucho más allá de la economía.

Según el Latinobarómetro, las personas empleadas informalmente se sienten menos satisfechas con la democracia y son más críticas hacia el Estado. Esto permite explicar por qué, a pesar de que el Perú fue el país que más creció en América Latina entre el 2003 y 2013, también fue uno de los menos satisfechos con el régimen democrático y el más crítico con sus presidentes.

Esta paradoja tuvo a politólogos y economistas rascándose la cabeza durante años. Pero ahora que ya no hay crecimiento acelerado, quizá el Perú se normalice. El problema es que cuando volteamos a ver el vecindario latinoamericano, esa normalidad asusta.

Una hipótesis de la estabilidad que tuvo el Perú es que es el resultado de una suerte de pacto social perverso e implícito en el que el Estado finge que atiende las necesidades de la población, y la ciudadanía finge que sigue las normas del Estado. El problema es que esto podía mantenerse siempre y cuando las personas sientan que la posibilidad de mejorar económicamente está en sus manos y no requieren ayuda. Pero, con un crecimiento mediocre, ese ya no es el caso.

Los ingresos del trabajo se han desacelerado notablemente, y la brecha de ingresos entre personas empleadas formalmente y los informales ha aumentado. En ese contexto, podría esperarse que la frustración con la incapacidad del Estado para ofrecer incluso el más básico acceso a oportunidades crezca aún más.

Para usar una analogía del célebre economista Albert Hirschman, es como si la sociedad tuviese dos carriles: uno con muy pocos carros que avanza fluido (el del empleo productivo, de personas que pudieron acceder a una educación de calidad), y otro estancado, con muchos autos, que ven cómo el carril formal avanza mientras ellos no.

No me convence el argumento de que la informalidad podría ser nuestro antídoto contra movilizaciones sociales masivas como las de países vecinos. Por el contrario, creo que puede ser nuestra gran fuente de convulsión social y política, y la causa de que el Perú entre a una nueva década perdida.