"Mejor pregúntale a tu prójimo", por Augusto Townsend
"Mejor pregúntale a tu prójimo", por Augusto Townsend
Redacción EC

Ciertos preceptos morales se asumen incontestables, como por ejemplo la regla “trata a tu prójimo como te gustaría que te traten a ti”. Para algunos es verdad revelada y, por tanto, resulta inadmisible poner en entredicho la omnisciencia e infalibilidad del autor intelectual. Otros encuentran en ella una lógica irrefutable y, en esa medida, la aplican (o intentan hacerlo) a rajatabla.

No comparto ninguna de esas posiciones. De un lado, no soy creyente, y del otro, no me termina de convencer el razonamiento de fondo. Es fácil reducir al absurdo dicho planteamiento (¿cómo aplicaría esta regla un masoquista?), pero mi cuestionamiento es más fundamental. Podría formularlo así: ¿Qué te hace pensar que puedes determinar satisfactoriamente, habida cuenta de tus sesgos cognitivos y las limitaciones propias de tu insuficiente experiencia, lo que es más conveniente para un tercero? O, dicho de manera más sencilla: ¿por qué no te ahorras las elucubraciones y mejor vas y le preguntas a esa persona cómo le gustaría que la trates?

La regla en cuestión parece sostenerse en una premisa errada: todas las personas quieren lo mismo para sí, cuando la realidad muestra que nuestras preferencias son de lo más diversas. O, alternativamente, podría interpretarse que presume la omnisciencia de quien la aplica, lo cual es inverosímil. Otra posibilidad es que haya sido pensada solo para aquellas situaciones obvias (por ejemplo, difícilmente tu prójimo querrá que lo mates, salvo que busque la eutanasia), pero pierde utilidad para resolver situaciones más complejas, que son la mayoría. En cualquier caso, parece una regla defectuosa porque adolece del elemento central de la moralidad: la empatía. Tendría mucho más sentido si rezara: “Trata a tu prójimo como tu prójimo quiere que lo trates”.

Si ponemos como ejemplo el debate sobre la unión civil para parejas del mismo sexo, vemos cómo aquella regla no resuelve la situación por sí sola, pues se aplica de formas muy disímiles. Unos no escuchan al prójimo ni lo reconocen como igual, y por tanto creen que pueden imponer sus preferencias sobre quienes no las comparten. Otros entienden, más bien, que el énfasis de la regla no debe estar en qué piensa uno sino en cómo se siente el otro.

Hacen bien estos porque la moralidad en el ser humano es el resultado evolutivo de su capacidad de empatía. Ha sido así desde antes de que existieran las ideologías y religiones.