Durante la Semana de la Agricultura y la Alimentación organizada por la FAO y el Gobierno Argentino, se presentó el panorama regional de la pobreza rural que destaca que el ciclo de reducción –significativa y sostenida– de la pobreza rural en América Latina se ha detenido. La pobreza rural en la región, que venía cayendo rápidamente desde el 2002, dejó de reducirse a partir del 2014 y en años recientes se ha incrementado. Retrocedemos.
Si bien hay avances gracias a varios años de reducción de la pobreza rural en la región en el 2016, todavía uno de cada dos pobladores rurales enfrenta pobreza y uno de cada cinco pasa hambre. Inaceptable para una región de países, en su mayoría, de ingresos medios y con fuertes sectores agroexportadores.
En la región hay al menos seis países, el Perú entre ellos, que lograron avances mayores al promedio en la reducción de la pobreza rural monetaria. En las medidas multidimensionales disponibles, al Perú le fue menos bien, pero igual registró avances. Al igual que en la región, la positiva reducción de pobreza rural se detuvo alrededor del 2015. Hoy 44% de los peruanos que viven en lo rural están en pobreza, casi el triple que en las grandes ciudades.
El censo 2017 identificó que 21% de la población peruana es rural, algo más de 6 millones de personas viviendo en centros poblados de menos de 2.000 habitantes, lo que revela una reducción respecto al censo pasado. De ahí que algunos señalen que lo rural será cada vez menos importante.
Es cierto que muchos dejan lo rural y se van a pueblos o ciudades, se hacen urbanos. Pero muchos se van a pueblos y ciudades pequeñas que dependen de su entorno rural donde la mayoría trabaja en el agro o actividades rurales no agrícolas, en cadenas de comercialización y servicios relacionados con lo rural –molinos, venta de insumos, transporte–. Pensemos en destinos como Chao, Sororitor u Ocongate. Todo muy rural, pero con un mínimo de aglomeración y con relaciones dinámicas con lo rural.
Si ampliáramos nuestra definición de lo rural a algo más sensato basado en las relaciones productivas, de consumo y de acceso a servicios, que incluya centros urbanos que se articulan con lo rural tradicional, podríamos pensar en políticas públicas para un desarrollo rural posible, sostenible y que retome la senda de reducción de la pobreza. Y nos permitiría, además, cambiar la visión de un mundo rural pobre y en proceso de despoblamiento a la de una ruralidad dinámica, que se recompone y busca nuevos modelos de desarrollo.
Esa ruralidad más amplia es la que tenemos que proteger y desarrollar, no solo porque allí viven muchas personas y la mayoría de quienes enfrentan la pobreza en el Perú, sino porque es donde está buena parte de nuestra base económica –minería, agroexportación, gas–, los potenciales nuevos motores de crecimiento –bosques, turismo, acuicultura– y la producción de la mayoría de nuestros alimentos.