Diarios de escritores: informe del interior
Diarios de escritores: informe del interior
Juan Bonilla

Fuera de toda discusión que el diario como género literario vive desde hace unos años un evidente auge entre nosotros. Las razones son muchas: desde cierto cansancio de la ficción a la tendencia de nuestros tiempos a sobrevalorar el ‘yo’ sin temor a incurrir en el narcisismo, de donde los instrumentos de la vida cotidiana lleven implícitos los vocativos en sus nombres: iPad, iPhone (que adelgazaron las siglas de Internet para confundirlas con el ‘yo’). No solo es cosa de nuestra lengua y no solo es cosa del género: otras manifestaciones de la literatura del ego han ido desplazando la hegemonía de la novela como género que, para aprovechar el signo de los tiempos, se ha potenciado a sí misma mediante las estrategias de la autoficción: ahí están las obras de Javier Cercas o las de Vila-Matas, adelantadas en el tiempo por "La tía Julia y el escribidor", de Mario Vargas Llosa y, por no irse más atrás, por "Cómo se hace una novela", de Miguel de Unamuno. En otras lenguas cabe consignar el buen recibimiento de los libros de Emmanuel Carrère que se ofrecen como novelas aunque de novelas solo tengan el esqueleto: el género, finalmente, es cosa que pierde la significancia. El éxito mundial del noruego Karl Ove Knausgård con los tomos de su demoradísima saga autobiográfica "Mi lucha" puede servir de prueba, como sirve también para evidenciar que no hay nada nuevo bajo el sol: la relación de esa obra de Knausgård con "En busca del tiempo perdido", de Proust, deja claro que la literatura del yo, con distintos disfraces, ya empezó a latir hace mucho (contemporáneos de Proust son por ejemplo Léon Bloy, autor de un diario violentísimo con momentos geniales; y Paul Léautaud, uno de los grandes prosistas en francés cuya obra mayor son los muchos tomos de su diario; por no citar a Jules Renard). Lo que lleva a preguntarse por la relación del diario con otras formas de la literatura de uno mismo: las autobiografías, las memorias. Lo identificativo del diario es ese rasgo de escritura en marcha, agarrar la vida cuando se está viviendo, no dejar convertirse en recuerdo lo que se relata. Eso permite que los diarios se llenen de todo tipo de textos, fragmentos de lectura, impresiones pasajeras, aforismos, que estorbarían en autobiografías y memorias, donde la vida ya se ha cumplido, ya se presenta como relato estructurado porque quien lo escribe sabe el punto de partida y el de llegada, y en el trayecto encuentra las suficientes cosas como para decidirse a contarlas. El diarista sabe de dónde parte pero se supone que no sabe adónde llega, ni siquiera adónde va: el camino se va abriendo en tanto está escribiendo. Claro que esta sería la regla del diario puro. Como veremos, los diarios puros se pueden volver base para novelas o incluso para memorias. 

        ***
Muchos fueron los escritores que en el siglo XX —volver más atrás obligaría a hablar de Samuel Pepys, que tan secreto consideraba su diario que lo escribió mediante unos signos que esperaba que nunca fueran desvelados— llevaron sus diarios, desde Kafka a Papini pasando por Thomas Mann, pero solían ser obras que no buscaban apenas la luz de la publicidad o que sabían que si la encontraban sería cuando ellos ya no estuviesen. Hay diarios que guardan muchos secretos —el de John Cheever, especialmente hondo, un ring donde peleaba consigo mismo y sus distintas pulsiones (homoeróticas unas, ebrias otras, mezquinas algunas)— y otros que contienen su propio antídoto, la prueba de su invalidez (si es que el diario anclaba a quien lo escribía a la vida, al arte de aprehenderla): el impresionante diario de Pavese, con su final que estraga, ese terrible “Ni una línea más”. Aunque hay diarios que se escriben por la necesidad del que lo escribe, sin que espere hacer obra literaria, a pesar de su condición de escritor, también había otros que se escribían con conciencia de obra literaria (los de Léautaud, por ejemplo; los de Curzio Malaparte; y uno de los más grandes diarios del siglo pasado: "Libro del desasosiego", que Fernando Pessoa le adjudicó a su heterónimo Bernardo Soares y que esperó décadas hasta que pudo ser recompuesto). El diario era también lugar de amparo para quienes necesitaban dejar rastro de su paso por la vida, como lugar de confesiones de naturalezas oprimidas por las circunstancias históricas, de seres que necesitaban un lugar sagrado en el que ir contándose a sí mismos el relato de sus vidas en directo. 
     Es imposible no referirse al valor de los diarios femeninos, entre los que cabe destacar el de la rusa Maria Bashkirtseff, que murió joven y que parecía consciente de que sus anotaciones llevarían al futuro el fulgor de sus pasiones, la inquietud de sus días y sus noches, la búsqueda de la libertad en un mundo patriarcal e insensible: fue muy influyente entre las jóvenes de la Belle Époque. También es importante el de Katherine Mansfield y es inevitable el de Anna Frank, que ha cobrado actualidad por la publicación de los fragmentos censurados en la edición original y por el hecho de que algunas escuelas de los Estados Unidos han pedido que se vuelvan a censurar porque ven con malos ojos que los muchachos tengan acceso a algunas descripciones que consideran pornográficas —francamente buenas, por cierto, se ve en ellas que Anna era ya escritora—. En español brillan los diarios de Alejandra Pizarnik y los de Rosa Chacel y, en la actualidad, los de la filósofa y poeta Chantal Maillard, algunos de los cuales son claramente circunstanciales, entendiendo por esto aquellos diarios que se escriben determinados por una situación de excepción (viajes o enfermedad: Maillard ha recopilado sus diarios de la India en la editorial Pre-textos). Otro ejemplo de circunstancias puede ser "Diario de Moscú", de Walter Benjamin, en el que el gran prosista alemán confía a sus libretas sus impresiones de la Revolución rusa cuando viajó para encontrarse con su amor y ya quedaba poco de ninguna de las cosas que fue a buscar: ni revolución ni amor. 

La ecuación entre literatura y vida
En nuestra lengua hay diarios en verso —"Diario de un poeta recién casado", de Juan Ramón Jiménez; "Cancionero (Diario poético)", de Unamuno— y diarios en prosa —"La letra e", de Augusto Monterroso—, entre los que destaca "La tentación del fracaso", de Julio Ramón Ribeyro, obra mayor no solo de la diarística sino, sencillamente, de la literatura. Un talento como el de Ribeyro lucía mucho más en los textos breves, como demuestran sus "Prosas apátridas", sus relatos y sus "Dichos de Luder". Las anotaciones de su diario dejan ver su capacidad para cazar la vida que se va con su estilo susurrado, su amor por las pequeñas cosas, sus reflexiones inteligentes, sus luchas con la botella y con el cigarrillo.
     No cabe ignorar que una de las razones de peso del presente auge del diario es la calidad de algunos de los que se han ido publicando en estos años. Los tomos del "Salón de pasos perdidos", de Andrés Trapiello, que ahora publica su tomo 18 con el título de "Seré duda", sirven de ejemplo. También tienen interés creciente los del filósofo Salvador Pániker, que ha emprendido un ciclo autobiográfico —es el más narcisista de todos los autores de los que hablaremos— con dos tomos de memorias y otros cuatro densos volúmenes de diarios, de los que destaca "Diario de otoño", signado por la muerte de su hija. Son autores que han alargado la inesquivable presencia de grandes diarísticas de la literatura en español como la colosal obra de Francisco Umbral ("Diario de un snob", "Diario de un español cansado", "Spleen de Madrid"), que en algún momento llegó a declarar que no había hecho otra cosa en su vida que escribir su diario. Eso mismo, mucho antes y en alemán, llegó a afirmar Friedrich Nietzsche. 
     Entre los hitos del género para ilustrar este auge están la expectación con la que se aguardaba la edición definitiva de los diarios del poeta Jaime Gil de Biedma (Lumen), la excelencia de la edición de los "Diarios" del mexicano Salvador Elizondo (FCE) y la publicación del primer tomo de los diarios del argentino Ricardo Piglia (Anagrama), si bien este ha preferido disfrazarlos de novela y someterlos a una corrección que ha eliminado uno de los encantos de cualquier diario prolongado en el tiempo: la transformación de una voz. Se espera que Piglia publique otros dos tomos: en su caso parece fácil apreciar cómo se ha producido la transformación mencionada. Le ha bastado —como si fuera poco— tenerlos guardados durante muchos años, llegar a su cumbre como narrador, volver entonces a los diarios y reconvertirlos en los de otro, de un alter ego, Emilio Renzi, de manera que lo que fue diario personal, al ser reescrito, se convierta en novela que no incumple una de las reglas fundamentales del género: la creación de un personaje. 
     Refiriéndose a "Cuaderno amarillo", el tomo con que Pániker inició la costumbre de publicar sus diarios, el autor barcelonés anota en el reciente "Diario del anciano averiado" (Random): “Mi libro es un diario. Un diario intenta resolver la ecuación entre literatura y vida, captar esta en el momento en que brota. Un diario trabaja con el tiempo real, más acá del tiempo artificial de la novela”. Es uno de los caballos de batalla del ensayo "Pasé la mañana escribiendo. Historia del diarismo español" (Fundación Lara), de Anna Caballé: la necesidad de definir qué es un diario y qué no. El libro se compone de dos partes: en la primera se estudian las condiciones estructurales y genéticas del diario, que como todo género se presta a las taxonomías. Hay un diario que lleva una intimidad al papel en tiempo real, otro que yergue su estatura en un texto que amplía unas anotaciones hechas en el pasado y se reelaboran antes de la publicación, otro que se conforma con dar cuenta de la actividad pública de quien lo escribe y donde no hay sitio para confesiones íntimas, etc. En la segunda parte, Caballé estudia minuciosamente a algunos de los más importantes autores de diario de la literatura española. 

Algunos de los diarios más destacados en español
El diario de Andrés Trapiello, a mi juicio el más colosal de la literatura en español, no solo por su extensión —alcanza las 10.000 páginas— sino también por la calidad, nace, naturalmente, de cuadernos donde el autor va anotando impresiones, recuerdos, lo que sea. Esos cuadernos duermen unos años hasta que aquel decide que ha llegado la hora de convertirlos en obra. Utiliza las anotaciones realizadas años antes como trampolines para escribir las páginas que saldrán a la luz pública. No recurre a la herramienta de ficción que usa Piglia, interponiendo un personaje al que asignarle lo escrito. Trapiello lo ha sintetizado así: “cuando los escribo son diarios, cuando los publico y se leen ya son novela”. Que su método no se ajuste a los criterios dogmáticos del diario íntimo es lo de menos: el resultado hace ya años que es deslumbrante y figura entre las obras esenciales de nuestra literatura. El propio Trapiello se refiere a su obra como una “novela en marcha”. Lo cierto es que pertenece a ese exclusivo club de obras que pueden prescindir perfectamente de la pelea de géneros, de las que hacen insustancial la discusión acerca de si una obra es novela o diario. A fin de cuentas todos leímos "La odisea" como si fuera una novela y resulta que es un poema. Tanto si se considera la obra de Trapiello el diario de un escritor como si se la considera novela, el resultado es el mismo: una obra grande y magistral donde hay relatos de viajes, bodegones, aforismos, personajes que comparecen una sola vez y ya no se olvidan, espléndidas caricaturas, auténticos poemas en prosa con la naturaleza como musa principal, un relato familiar emocionante y delicado, apuntes de actualidad que es lo único que parece quedar de aquella actualidad a la que se refieren, ensayos sobre arte, sobre escritores. En fin, lo más cerca de la novela total que seguramente ha estado nuestra literatura en los últimos años.
    Por su parte, los diarios de Salvador Elizondo son un testimonio radiante de una de las personalidades más singulares y autoconscientes de la literatura en español. Elizondo describió memorablemente al escritor de diarios en su texto “El grafómano”: “Escribo que escribo”. En efecto, el escritor que escribe diarios a menudo tiene que contemplarse a sí mismo escribiendo, aunque el resultado a veces sea tan deliciosamente caricaturesco como aquel apunte de Monterroso: “Hoy me siento bien, un Balzac, estoy terminando esta línea”. Ya se conocían muestras de los "Noctuarios", de Elizondo (palabra que él inventó para designar el género de la anotación diaria nocturna). Sus "Diarios", recopilados por su viuda, nos traen el aire fresco de una prosa siempre elegante, concisa, que aspiraba a la perfección valeryana, de una inteligencia seca y constante: caben la intimidad y el asomo de la ficción, siempre desde una pregunta constante por el sentido de escribir, que es pesadilla que se muerde la cola, si se me permite el juego de palabras. Todo escritor de diarios al escribir que escribe acaba inevitablemente preguntándose por las razones de la escritura, de donde se saca que es el género en que más se reflexiona acerca de la naturaleza de la necesidad de escribir. 
    También hay que destacar los tomos que lleva publicados el venezolano Alejandro Oliveros, llenos de espléndidas apreciaciones literarias, y también algunos dardos de excelente ironía (por ejemplo el que dedica a Coetzee), escritos con prosa cristalina y musical: una de las maneras más elegantes de autobiografiarse que ha conocido la literatura en castellano. Dado que el poeta es también un andarín insaciable, sus diarios se llenan de estampas viajeras: Florencia o Nueva York son tratadas con la misma sabia cotidianeidad que la Valencia (Venezuela) en la que vive. Pocas veces se ha encontrado uno con una capacidad tan insólita de perseguirse, de encontrarse en los textos: los diarios de Oliveros son una prueba concluyente de que se puede hacer gran literatura hablando de literatura y dotar a lo que se escribe de un profundo amor por la vida. Es difícil salir de sus libros sin grabarse en la memoria unos cuantos autores a los que ha sabido iluminar (el único peligro es que cuando nos acerquemos a esos autores no nos parezcan tan buenos como cuando le oímos hablar de ellos al diarista). 
    Por otro lado, algunos diarios de grandes escritores pueden empequeñecer nuestra impresión de sus autores: le pasa a los diarios de Bioy Casares, que solo son de veras imponentes cuando sale en ellos Borges. "Borges" (Destino) es precisamente el título del monumental libro de Bioy en el que recoge las anotaciones realizadas durante décadas de sus encuentros con su maestro y amigo. Hay hasta una edición reducida.

La voz del escritor de diarios
Jeremías Gamboa llevó un diario durante algún tiempo y le pregunto cómo fue que empezó a escribirlo. “Lo llevé mientras escribía "Contarlo todo". Fue a partir de la lectura de "La tentación del fracaso", cuando caí en un bloqueo con la novela arrancada; y del recuerdo de la lectura de "Cuadernos de Lanzarote", de José Saramago, que me interesaba solo en los momentos en que explica el avance de su proceso en "Ensayo sobre la ceguera". Empecé a escribirlo para apoyarme y plantearme las dudas de la escritura, una manera de volver a calentar la mano y volver a escribir, y luego las entradas, cada vez más largas, se prolongaron hasta convertirse en un texto que sumó cerca de 200 páginas. Era un diario estrictamente de escritor: entraban ideas sobre el proceso, frases que me motivaban y maneras de entender mi escritura”. En algún momento Gamboa llegó a pensar que el libro que acabaría resultando de toda aquella lucha con la escritura sería el diario y no la novela. La novela era un pretexto para que ese diario existiera. Sigue Gamboa: “Luego pasaron dos cosas: empezaron a entrar asuntos personales, lo cual tornaba todo preocupante, y la escritura de la novela se disparó, con lo cual solo escribía esta y ya no el diario”. El suyo, pues, era claramente un diario de escritor, pero parcial, unido a una experiencia de escritura precisa: “De cierta manera me doy cuenta de que era también un ‘diario de circunstancia’: en este caso la de quien está empozado. Me imagino que, si vuelve a pasar, escribir un diario podría ser una manera de poner a circular la sangre y salir del atolladero. Es particular: retomé algunas veces el diario, pero no prendió más allá de cuatro o cinco entradas: con la vida doméstica ahora, solo me da para escribir la siguiente novela. Muchas de las ideas de ese diario creo que serán parte de algún futuro libro de ideas sobre la escritura”. Es otra de las características del diario de escritor: todo en él tiene un aire de provisionalidad, de almacén de recursos, de ideas que pueden ser retomadas, de escenas que acaso se transfiguren pisando en el trampolín de la ficción.

De circunstancias y recuperaciones
El auge tiene también de bueno que se publican obras eventuales: las de aquellos que escriben, determinados por unas circunstancias particulares, personas que no se habían dado antes al diario (un viaje, una enfermedad suelen ser sus pretextos: Vicente Verdú escribió "Días sin fumar" cuando decidió dejar el tabaco). Es el caso de "Noches sin dormir" (Seix Barral), el diario con fotografías excelentes de Elvira Lindo (1962), en que relata su última temporada neoyorquina, lleno de apuntes melancólicos sobre la ciudad que va a dejarse atrás y que muy pronto va a quedar convertida en recuerdo. También puede citarse en esta órbita el espléndido "Una luna", de Martín Caparrós (Anagrama), un diario hecho de apuntes que narra el año en que su autor cumplía 50.
     Otro de los beneficios de este apogeo hay que buscarlo en la curiosidad editorial por diarios que se publicaron hace mucho. Lumen acaba de entregar la versión íntegra, en edición de Andreu Jaume, de los ya citados "Diarios" del poeta catalán Gil de Biedma: el resultado puede ser un poco decepcionante porque lo mejor de ellos es lo ya conocido, el "Diario de un artista seriamente enfermo" publicado en los setenta. Luego los amplió en "Retrato del artista en 1950", agregando sus escandalosas peripecias sexuales en Filipinas. No dejan de tener gran interés, sin embargo, los cuadernos en los que, telegráficamente a menudo, va anotando variaciones sobre los poemas en los que trabaja: es una prueba definitiva de cómo la naturalidad de la voz de Gil de Biedma se obtenía tras un demorado proceso de artífice. Sus batallas por conseguir la estructura más idónea para una composición nos presentan a un poeta minucioso en la elaboración de sus piezas. El morbo, muy subido de tono como no podía ser de otra manera, lo ponen las notas eróticas de sus estancias filipinas donde se entregaba a la pederastia con complacencia indecente, no solo por la compra de carne humana menor de edad, sino también por la pestífera condición clasista de esa compra: se regodea en los ambientes miserables, en los chicos que por un rato de préstamo de sus cuerpos al extranjero adinerado llevarán a su casa cinco veces más de lo que llevan quienes están esclavizados trabajando 15 horas al día. Un comunista de clase alta como Gil de Biedma no parece enfrentar ningún problema moral cuando compra esa mercancía nocturna en las calles de Manila. Y en muchas de sus páginas vuelve a darnos prueba de que alguien puede a la vez ser un gran poeta sin dejar de ser un miserable. 
     Sería hora de que, aprovechando este auge, alguien se decidiese a reeditar uno de los grandes monumentos de la prosa peruana: "Diario de mi sentimiento", del grandísimo y siempre polémico Alberto Hidalgo. En ese libro, lleno de poesía y chismes, de dolor y peripecia personal, de historia literaria y humorismo, donde como en todos los buenos diarios cabe de todo, creo que está la esencia pura de uno de los más grandes poetas de nuestro idioma, empequeñecido por la leyenda infausta de polemista de la que el propio autor quiso zafarse para erigirse en personalidad literaria. El gran poeta que fue está pagando caro ese enmascaramiento.

Contenido sugerido

Contenido GEC