Pueden pasar veinte años desde que enterraste a tu padre sin que te preguntes nada específico respecto de los estragos de su ausencia. Pero cuando más familiarizado crees estar con esa desaparición, cuando más convencido te sientes de haberla superado, un fastidio empieza a carcomerte. El fastidio activa tu curiosidad, la curiosidad te lleva a hacer preguntas, a buscar información. Poco a poco captas que eso que te han dicho durante tantos años no te convence más. O peor: captas que lo que tu propio padre decía sobre su biografía ha dejado de parecerte confiable. Las mismas versiones que siempre sonaron certeras, suficientes, se vuelven confusas, contradictorias, no encajan, colisionan estrepitosamente con las ideas que la muerte ha ido fraguando en tu interior en el transcurso del tiempo, y que una vez puestas de manifiesto son como un sólido islote que tiene en ti a su único náufrago.
Lo que te desespera de pronto es no saber. No estar seguro, sospechar tanto. La ignorancia es desamparo y el desamparo, intemperie: por eso irrita, aturde, da frío. Por eso desentierras. Para saber si conociste a fondo a tu padre o solo lo viste pasar. Para saber cuán inexactos o deformados son los recuerdos esparcidos en la sobremesa de los almuerzos familiares; qué esconden esas repetitivas anécdotas que, contadas como parábolas, grafican muy bien la superficie de una vida, pero nunca revelan su intimidad; qué recortada verdad se oculta detrás de esas fábulas domésticas cuya única finalidad es labrar una mitología de la que ya te aburriste, que ya no te hace falta porque además no te alcanza para responder las calladas, monumentales e inhóspitas preguntas que ahora estrujan tu cerebro.
¿Dónde están los auténticos relatos y fotografías de los pasajes desgarradores y aberrantes que no forman parte de la historia autorizada de tu padre, pero que son tan o más importantes en la edificación de su identidad que los momentos gloriosos o triunfales? ¿Dónde está el álbum de negativos, de hechos velados, vergonzosos o infames que también sucedieron, pero que nadie se molesta en describir? Cuando eres chico, los familiares te mienten para protegerte de una decepción. Cuando eres adulto, ya no te interesa preguntar, acostumbrado como estás a lo que pregona la familia.
Tú mismo circulas, repites y defiendes que jamás viviste, ni estudiaste ni pudiste comprobar. Solo la muerte —inflamando tu inquietud, incrementando tus dudas— te ayuda a corregir las mentiras que escuchaste desde siempre, a canjearlas, no por verdades, sino por otras mentiras, pero mentiras más tuyas, más privadas, más portátiles. La muerte puede ser muy triste, pero provee destellos de una sabiduría que, en las mentes correctas, resulta luminosa, temible, anárquica. La muerte tiene más vida que la propia vida porque la penetra, la invade, la ocupa, la opaca, la somete, la estudia, la pone en tela de juicio, la ridiculiza. Hay preguntas que provoca la muerte que no pueden contestarse desde la vida. La vida no tiene palabras para referirse a la muerte porque la muerte se las ha tragado todas. Y mientras la muerte conoce mucho de la vida, ella no sabe absolutamente nada de la muerte.
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Sé que si no escribo esta novela viviré intranquilo. ¿Cómo sé que lo que mi padre me transfirió no le fue transferido? ¿Su e fueron implantados antes que naciera? ¿Su melancolía era realmente suya o era el rastro de algo superior y anterior a él? ¿De qué subsuelo ancestral salía su coraje? ¿De dónde provenía su arrogancia? A menudo culpamos a nuestros padres por defectos que creemos suyos sin pensar que quizá sean fallas geológicas, fallas de origen: úlceras que han estado durante siglos y generaciones sin que nadie haya hecho nada por curarlas; podridas estrellas de mar que llevan centurias adheridas a una peña, que no pueden divisarse, pero que están ahí, en algún fondo, reclamando nuestro tacto.
Si quiero entender a mi padre debo identificar nuestros puntos de intersección, iluminar las zonas oscuras, buscar el contraste, resolver los acertijos que con el tiempo fui abandonando. Si consigo entender quién fue él antes que yo naciera, quizá podré entender quién soy ahora que está muerto. Es en esas dos titánicas preguntas que se sostiene el enigma que me obsesiona: quién era él antes de mí. Quién soy yo después de él. Ese es mi objetivo sumario: reunir a esos hombres intermedios. Pero debo explorar también la relación que él tuvo con su padre, del que casi no hablaba o del que hablaba llorando. ¿Qué rara electricidad viajaba entre ellos que rescindía su afecto y deformaba su espontaneidad? Tengo que retroceder en ese barranco ciego y lodoso hasta que algo empiece a encajar. ¿Cuánto han hecho los hijos Cisneros por saber algo, algo real, del padre que les tocó? ¿Cuántas cosas vivieron de niños que no perdonaron de adultos? ¿Cuántas cosas vieron siendo hijos que no metabolizaron bien, que no contaron cuando les tocó ser padres? ¿Cuántos de ellos se han muerto rumiando sospechas amargas sin confirmarlas o desbaratarlas, sin poder atribuírselas a nadie ni a nada concreto? Tengo que desenterrar esos cadáveres amontonados, sacarlos a la luz, diseccionarlos, practicarles una autopsia general. No para saber qué los mató, sino para entender qué diablos los hizo vivir.
Libro: La distancia que nos separa
Autor: Renato Cisneros
Editorial: Planeta
Páginas: 356
Precio: S/.45.00