Enrique Planas

En 1970, el artista conceptual japonés On Kawara empezó a enviar, con irregularidad pero disciplinada constancia, dirigidos a amigos y colegas, en los que repetía el mismo mensaje: “Aún estoy vivo”. Utilizados para transmitir felices anuncios de nacimiento, la triste confirmación de un deceso o alguna inminente llegada, la intención de Kawara era invertir la sorpresa del telegrama compartiendo, más bien, una obviedad habitual: la ironía como testimonio de persistencia.

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El mensaje más breve

La aparición del telegrama, junto con el desarrollo ferroviario, aceleraron notablemente la percepción del tiempo a mediados del siglo XIX. Hasta entonces, la velocidad de transmisión de la información estaba limitada a la del jinete más veloz. Pero el mundo cambió cuando Samuel Morse, el inventor del telégrafo, envió el 24 de mayo de 1844, desde la cámara de la Corte Suprema en el sótano del Capitolio en Washington D. C. Como cuerpo del mensaje, eligió una cita bíblica, tomada de Números 23:23, donde dice: “Lo que Dios ha creado”.

La clave de un telegrama era la concisión: el lenguaje debía ser abreviado en extremo, a menudo omitiendo pronombres o adjetivos. La persona llegaba a la ventanilla de la oficina de telégrafos, se le entregaba un formulario especial para redactar su mensaje, y tras la revisión del texto y el recuento de palabras, el funcionario procedía al cobro, con tarifa distinta según fuera “ordinario” o “urgente”. Había entonces una profunda lección en el acto de pagar por cada palabra utilizada: obligaba al remitente a escoger cada palabra con sabiduría. Con ello ahorraba dinero y largas explicaciones.

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Esta práctica determinó también la forma en que empezaron a circular las noticias. El famoso ‘lead’, técnica de redacción periodística que apela a la exactitud del enfoque para facilitar el impacto del mensaje desde el primer párrafo, viene de aquellos tiempos.

Si bien el declive del telegrama comenzó en la década del ochenta con el abaratamiento de las llamadas telefónicas de larga distancia, fue entrado el nuevo milenio cuando los países, por decreto oficial, empezaron a impresos y repartidos en sobres por correo. La maraña de alambres sobre postes, levantados al lado de vías férreas o carreteras, comenzaron a desaparecer rápidamente en tiempos del Internet, los mensajes SMS y, más tarde, las aplicaciones de Messenger y WhatsApp.

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Así, en el 2006, Western Union puso fin a su servicio tras 162 años en EE.UU. En el 2008, la empresa postal suiza canceló sus envíos y la francesa Orange, responsable del obsoleto servicio oficial, envió su último telegrama, un mensaje de condolencias, a fines del 2018. El consorcio alemán Deutsche Post hizo lo mismo cuatro años después. En el Perú, hace años que Serpost no ofrece el servicio de telégrafos. Con las inversiones en telefonía, su crisis inició a fines de los años setenta, cuando la empresa era entonces la Dirección de Correos y Telégrafos. Su uso actual se reserva a notificaciones oficiales.

Hasta su muerte en Nueva York, hace diez años, el artista On Kawara se mantuvo firme enviando sus telegramas, aunque variando sutilmente sus mensajes: “No te preocupes, no me he suicidado” o “Preocúpate, no me he suicidado”, decía cerca del fin. La ausencia del artista coincidió con la desaparición del soporte de su trabajo. La muerte como mensaje final.

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