Un fragmento de "Los topos" de Félix Bruzzone
Un fragmento de "Los topos" de Félix Bruzzone
Félix Bruzzone

Mi abuela lela siempre dijo que mamá, durante el cautiverio en la ESMA, había tenido otro hijo. Varias veces la oí discutir del tema con mi abuelo. Ellos se iban al fondo, al zapallar, y hablaban de todo lo que yo no tenía que saber. Pero a veces me escondía entre las hojas de los zapallos, que para mí eran un lugar de juego, yo soldado, refugiado vietnamita, yarará, zapallo, la fuerza de las plantas crecía a mi alrededor, explosión lenta y duradera, y cuando mis abuelos llegaban para hablar los escuchaba. Hasta que un día me descubrieron, qué hacés allí, dijo mi abuelo —él decía “allí”—, la voz ronca de enojo, una de las cosas que más me acuerdo de él, y como no dije nada se fueron a seguir a otra parte. Desde esa vez, aunque sabía lo que tenía que saber, se cuidaron de volver a hablar entre los zapallos.
   Mi abuelo murió sin nunca darle importancia a lo que decía mi abuela sobre mi supuesto hermano nacido en cautiverio. Pero ella siempre insistió, sola, y supongo que ya en el velorio de mi abuelo pensaba en salir a buscarlo. Era como si todas las cosas de nuestra familia, que desde ese momento éramos ella y yo, dependieran de la necesidad de encontrar a mi hermano. 
    De hecho, ella no tardó en vender la casa de Moreno y pedirles a unos amigos dedicados al negocio del remate de propiedades que le consiguieran un departamento en Núñez lo más cerca de la ESMA que fuera posible. Íbamos a vivir de la pensión de mi abuelo, de la pequeña renta que nos dejara la diferencia por las operaciones inmobiliarias y de los trabajos de repostera que Lela pudiera hacer para confiterías de la zona.
   Así, cuando nos instalamos en el departamento, a una cuadra de Libertador, piso ocho, perfecta vista a la ESMA, lo primero que dijo Lela fue que ahora sí íbamos a estar cerca del último lugar donde había estado mamá y de donde había nacido su otro nietito. Dijo así, “nietito”, y se puso a llorar.
   Comparado con la casa de Moreno, el departamento era una miga de pan, menos que un carozo. Me molestaba la zona, sin zanjas, sin grillos, sin sapos; y el calor, tan difícil de combatir y con el río tan cerca; y sobre todo la presencia constante de la 
ESMA, los árboles antiguos, enormes, el parque siempre tan cuidado, los canteros llenos de flores que de tan perfectas parecían de papel. A veces hasta me daban ganas de seguir a mi abuela en su historia delirante y salir a incendiar los jardines o demoler el edificio a patadas, o las dos cosas. Un día que volví borracho y la encontré despierta, ella miraba por la ventana, abajo las luces que se perdían entre las copas de los árboles, los movimientos de los centinelas en la oscuridad, se lo dije, el plan era perfecto, botas metálicas pesadas, destructoras, indestructibles. Pero ella no quiso, o dijo que no sin escucharme, siempre atenta a esa voz que debía decirle estás cerca, Lela, estás muy cerca.
    Lo único del lugar que me resultaba atractivo era que Lela tenía todo a mano: lugares donde comprar los materiales de repostería y un par de confiterías que solían hacerle pedidos importantes; y como casi nunca necesitaba el auto me lo prestaba bastante y me dejaba salir todo lo que yo quería. Mi cantidad de amigos, siempre escasa, creció mucho durante los primeros meses. Entre amigos y amigos de amigos, una vez, llegamos a viajar ocho personas por toda la ciudad adentro del pequeño cupé. Eran días brillantes. Se nos podía encontrar en uno y en otro lugar muchas veces en una misma noche. Las luces de la ciudad nos perseguían y por momentos podía parecer que nos escondíamos de ellas, que nos escapábamos, porque siempre terminábamos en lugares oscuros, plazas o callejones, cuadras perdidas, contrafrentes de grandes edificios públicos. Pero no era eso, o al menos no nos proponíamos escapar de nada sino que era una especie de juego, no sé cuál pero alguno. Tomábamos bastante alcohol y a veces alguien traía marihuana y todo era más divertido. La pasábamos bien. Íbamos a lugares para bailar pero no bailábamos. Hablábamos con cualquiera, inventábamos historias o contábamos partes reales de nuestras vidas haciendo grandes exageraciones. Una madrugada, sin un centavo, completamente sediento, con tal de hidratarme en el frigobar de la habitación de hotel donde paraba una finlandesa, terminé en la cama con ella, que decía tener menos de cuarenta años pero que estaba cerca de los cincuenta: lo vi en su documento cuando ella ya dormía —o hibernaba— y tuve que hurgar en su billetera para sacarle algo de dinero para la nafta de la vuelta. Inventaba historias, sí, a la finlandesa no sé qué le inventé, me olvido rápido de mis mentiras, pero nunca hablaba de mamá.
    Hasta que conocí a Romina.

Novela
Título:
"Los topos"
Autor: Félix Bruzzone
Editorial: Santuario
Páginas: 124
Precio: S/ 35.00

Vida & obra
Félix Bruzzone (Buenos Aires, 1976)

Escritor y editor, representante de la nueva narrativa argentina. En 2008 editpo su colección de relato "76" con la Editorial Tamarisco, sello independiente que cofundó en 2005. Además, es autor de las novelas "Los topos" (2008) —donde aborda el tema de la memoria histórica, a partir de su propia experiencia como hijo de desaparecidos durante la dictadura militar—, "Barrefondo" (2010) y "Las chanchas" (2014). En el 2010 recibió el Premio Anna Seghers. 

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