El día que Ángel decidió jubilarse del ejército, vio una garúa densa y tierna que tomó como una aprobación de la ciudad. Iba a dejar las armas y Lima lo celebraba con su suave manto gris.
Había cumplido el servicio militar bajo un sol duro y seco, en una guarnición en las afueras de Ayacucho. Como era natural, prefería no recordar nada de lo que había ocurrido allí. Acababa de volver y, apenas llegado al cuartel de Chorrillos, se dio cuenta de que no iba a soportar un día más.
En las oficinas del ejército, Ángel se informó que le correspondía una pequeña pensión por los años de servicio prestados. Decidió que era mejor renunciar a ella. Se hubiera sentido culpable de recibir ese dinero, aunque no sabía bien por qué. Esa decisión lo obligó a presentar nuevos documentos y a escribir una carta especial. Hizo los trámites del retiro en las ventanillas de un edificio verde, confrontando a un hombre de camisa de franela y tirantes elásticos. Cada visita tenía una rutina. Primero el tipo recibía sus saludos sin mirarlo. Luego examinaba los papeles con sus uñas astilladas. Por fin escribía algunas anotaciones en tinta negra. En ocasiones, el hombre pasaba el dedo por encima de cada línea y tardaba un tiempo en llegar al final. Pero siempre estampaba todos los sellos y firmas que se anunciaban como “requeridos por ley”.
El último día de la entrega de papeles en la ventanilla, Ángel vigiló de cerca todos los movimientos del funcionario. Lo vio abrir un cajón, extraer una cartulina con el logo del ejército peruano, escribir unas frases azules y emitir un gruñido cortés mientras miraba hacia el suelo. Por fin le dio la hoja con el título de su retiro por voluntad propia del ejército.
—Gracias —le dijo Ángel.
Ya había dejado el ejército. Esa tarde, al salir del edificio, se encontró con los carros volando enloquecidos de dicha por la avenida. Pensó que debía subirse a uno de ellos para huir. Bajó las escaleras de dos en dos. Quería decirlo otra vez. Había dejado el ejército. Tenía ganas de ir a un restaurante, alzar una copa y devorar un lomo saltado, de preferencia con un huevo frito encima, aunque no supiera con quién compartirlo.
Esa noche, en una cafetería de Miraflores, se sentó y ordenó varios platos. Estaba en una mesa en el centro del local, en medio del bullicio del público que entraba y salía. Lo atendió una camarera alta, de pelo corto y negro. La chica tenía un mandil a cuadros, una cintura de avispa, y el rostro pícaro de niña. Al hacer su pedido, con una mueca torpe y risueña, Ángel le pidió a la camarera que se sentara a comer con él. Ella se negó pero cuando Ángel pagó la cuenta y puso una propina inusual al lado, notó que ella lo despedía con una sonrisa. Con eso bastaba. La sonrisa de esa extraña era una celebración suficiente por esa noche.
—Nunca supe por qué te metiste de soldado —le había dicho varias veces su hermano Daniel—. Pero me alegra que no te murieras en el intento. No me imagino lo que pudo haber sido estar allí en la época de Sendero Luminoso.
En una ocasión, Ángel encontró la respuesta:
—Me metí al ejército cuando murió mamá, tú ya sabes eso. Lo demás ocurrió porque sí. Me alistaron y tuve que ir a Ayacucho, pues. No me parecía tan mal cuando me fui. Tú ya sabes por qué estuve allí, en esa guarnición.
Ese día estaban comiendo en casa de Daniel con su esposa, Marissa. La foto de su madre presidía el comedor. Los hijos de Daniel —Vanessa y Jorge— aparecían de vez en cuando para preguntarle a su tío cómo había sido cuando era soldado. Él les contestaba que ya iba a escribir un libro sobre eso algún día.
—¿Pero cómo saliste vivo de allí? —dijo Daniel cuando se quedaron solos.
—Trato de olvidarme, hermano, la verdad. Pero a veces le cuento a mamá. Ella sabe todo.
—¿Le hablas a mamá?
—Tengo su foto, ya sabes.
—Bueno, tú estás medio loco, pero ya sabíamos eso. Cuando uno está loco, lo primero que tiene que hacer es aceptarlo, y lo demás viene luego. ¿Y qué vas a hacer de ahora en adelante?
—Locos estamos todos —le dijo Ángel—. Si no estás loco, nada tiene sentido. Tú ya sabes eso, hermanito.
Esa noche se despidieron con un abrazo. Sentía un afecto genuino por su hermano, lo que le extrañaba un poco.
Su hermano Daniel siempre había sido el primero de la clase. Como buen hermano mayor, había heredado la carga de las virtudes que sus padres pretendían legar al mundo. Ángel siempre se había sentido muy por debajo. Cuando habían ido al colegio, Ángel había renunciado a competir con él. Luego se había preocupado por ir a una universidad distinta. Su hermano había sido alumno de la UNI y él había estudiado Derecho en la Universidad de San Marcos.
Ninguno de los dos había terminado por ejercer su carrera. Daniel dirigía una empresa de transportes a cuyas oficinas llegaba a las siete de la mañana, no vaya a ser que algún otro empleado apareciera por allí. Ángel vendía vasos y lozas en una tienda junto al mercado de Surquillo. A veces Daniel decía que lo bueno de una empresa de transportes es que los microbuses nunca se detienen. Siempre hay algo que hacer. Ángel, en cambio, vivía quieto, sentado en la tienda.
Daniel era atildado, de pelo corto, se vestía con ropa de colores sobrios, y llevaba la marcha de su familia y de su oficina con la mano firme de un chofer en ruta. Ángel era ligeramente obeso, y no se interesaba en lo que iba a ponerse cada mañana ni en lo que sería del resto del día o su vida.
Daniel se había casado con una mujer que coincidía con él en su pasión por el orden del mundo. Marissa era minuciosa, servicial, y un encanto de chica, lo que siempre había beneficiado a Ángel. Marissa invitaba a almorzar con frecuencia a su cuñado, le preguntaba por su salud y le ofrecía algunos consejos para aliviar sus achaques. Ella colaboraba a la economía familiar con trabajos de zurcido y sastrería para clientes particulares. Daniel y Marissa tenían una casa en Jesús María, cerca del Campo de Marte y sus hijos iban a un colegio decente. Con ellos, todo estaba bien.
Novela: La viajera del viento
Autor: Alonso Cueto
Edición: Planeta
Páginas: 238
Precio: S/ 39,00
Vida y obra: Alonso Cueto (Lima, 1954)
Consolidado como uno de los escritores más importantes de la narrativa peruana actual, Alonso Cueto vuelve con "La viajera del viento" al tema de la violencia política y de esas heridas profundas que dejó esta época en la sociedad peruana. Antes con "La hora azul" y después con "La pasajera" —que inspiró la película "Magallanes"—, el autor ya había plasmado desgarradoras historias de este período aciago.
La presentación de "La viajera del viento" será el 23 de julio en la FIL Lima.