La celebración de festejos taurinos en la historia de la humanidad, si somos rigurosos, se puede remontar hasta la antigua Mesopotamia, muchos siglos antes de que, en su calidad de animal de culto, el toro bravo generase en la península ibérica la liturgia celebrada alrededor de él, conocida actualmente como corrida de toros. Es allí, en la España antigua, donde el toreo se desarrolló intensivamente, llegándose a organizar el rito taurino —con el torero como su director, además de su división en tres partes o tercios— a fines del siglo XVIII. Esto gracias al ingenio de Joaquín Rodríguez Costillares, maestro sevillano responsable de dotar de un orden a lo que antes era un espectáculo arbitrario y bruto en el que la finalidad principal era la dominación de la bestia por parte del hombre, muy por debajo de las pretensiones estéticas, de tipo coreográfico o dancístico que actualmente persigue la tauromaquia.
Pero este refinamiento de las corridas de toros fue progresivo, tanto en España como en los países que heredaron la tradición, entre ellos el Perú. En nuestro país, muy a semejanza de lo que sucedió en la Península, las primeras formas del toreo se realizaban a caballo y no a pie, y era una práctica propia de las clases altas: el patrón echaba mano de su servidumbre para que le “acomodasen” las reses en los terrenos en donde las iba a burlar al galope, para posteriormente darles muerte como una proeza de valor. Sin embargo, gracias a esta tarea subalterna, los hombres de las clases bajas fueron familiarizándose en el manejo y dominio a pie de los astados bravos, y se generó así la forma de torear más popular en la actualidad: el enfrentamiento entre hombre y toro a pie, cuerpo a cuerpo, a la misma altura.
—Toro mata ahí—
En el Perú, la presencia de los afrodescendientes en el mundo del toro es antigua por la razón expuesta, y su importancia en los orígenes de la fiesta peruana es capital. Eran los negros esclavos los encargados de alistar las reses al hacendado para que este las toreara montado en sus finos caballos; además, estos hombres eran los encargados de cuidar los toros en las ganaderías, lo que les otorgaba un conocimiento del animal que luego emplearon para ejercer el toreo a pie.
Así, con ganada fama de ser duchos en el arte de domeñar a las bestias, durante el siglo XIX y ya instalada la República, surgieron los primeros toreros negros peruanos, y uno de fama particular: Ángel Valdez, el Maestro. Nacido en el pueblo de Palpa, Ica, el 2 de octubre de 1838, Valdez fue hijo de esclavos y con tan solo diez años viajó a Lima para trabajar en un fundo de nombre La Granja. Según la enciclopedia Los toros —el tratado más importante sobre tauromaquia, escrito por el español José María de Cossío—, por su familiaridad con los toros bravos, Valdez, de quien se dice que era un hombre muy alto y fornido, fue apoderado por el torero mexicano José María Vázquez quien completó su educación en las artes de la lidia.
Sin embargo, por ese entonces la tauromaquia aún se encontraba en camino a su refinamiento moderno y Valdez, animado por su mentor, impactó en la afición limeña al ejecutar suertes excéntricas, como colocar las banderillas con la boca en lugar de con las manos, o estoquear a los toros con zancos o grilletes en los pies; suertes que, como afirma el dramaturgo e historiador taurino Antonio Garland en su libro Lima y el toreo (1948), “unían lo taurino con lo acrobático”. Sin embargo, Valdez, ya con un poco más de prestigio, decantó luego su quehacer hacia formas más serias de toreo. De esta manera, en 1857 y con tan solo 19 años, el Maestro hizo su debut amateur en Acho, para tomar la alternativa (“graduarse” de matador de toros) dos años después en el mismo coso limeño.
—Arraigo en la arena—
El Maestro ganó su apelativo por su efectividad. De hecho, en la historia universal de la tauromaquia debe ser uno de quienes ha ejercido por más tiempo el oficio de matador: en total, 50 años. Las enciclopedias que hablan de Valdez siempre hacen referencia a su calidad como capeador de toros, pero sobre todo a la cantidad impresionante de reses a las que sacrificó dentro de un ruedo.
En Los toros se afirma que el torero negro llegó a dar muerte a tres mil reses en toda su vida, y que se presentó 500 veces en plazas de Lima, entre ellas Acho y un coso desaparecido que se inauguró en 1862 en el Callao. En dicha plaza, el 21 y 27 de mayo de 1866 se llevaron a cabo sendas corridas en celebración por la victoria peruana sobre las fuerzas españolas en el Combate del 2 de Mayo. En los festejos y con la efervescencia patriótica al tope, se rechazó la participación de cualquier torero español, y el lugar estelar lo ocupó el peruano Valdez, lo que nos da una idea del arraigo que tenía el diestro por esos años dentro de la afición local.
Aun siendo un torero afrodescendiente, permanece como un misterio cómo el racismo de la sociedad peruana no hizo mella en su carrera y se mantuvo a salvo de la discriminación. Se podría especular que tal vez sí tuvo algunas dificultades por su origen, pero que estas no están registradas dentro de los anales históricos por su poca importancia; o quizá porque, pese a que el racismo era una realidad mucho más tremenda en el Perú del siglo antepasado, el mundo de la tauromaquia siempre ha estado marcado por una jerarquización con base exclusiva en los méritos de los toreros, aparte de considerar que, a diferencia de otros oficios de riesgo, el ser matador de toros daba a quienes se arriesgaban a practicarlo el estatus de ídolos populares y, por tanto, un trato diferenciado y privilegiado de parte del cuerpo social.
—Un afroperuano en Madrid—
Desatendiendo su extracción africana y animado por su éxito en tierras americanas, Ángel Valdez tomó rumbo a España en 1883, y debutó en la plaza de Madrid el 2 setiembre, a la edad de 45 años. Según afirma Antonio Garland, el Maestro, siendo el primer afroperuano en torear en la plaza más importante del mundo, solo pudo concretar su comparecencia en apenas dos festejos, pues su toreo fue resistido por la afición española ante lo cual, luego de torear en Cádiz y Lisboa, optó por volver al Perú.
Valdez, quien ya había logrado proezas como la de encerrarse en solitario con 12 toros en la plaza de Acho, dos años después de su aventura por España, en 1885, dio muerte al célebre toro Arabí Pachá, un astado viejo, de gran tamaño y alto peligro, a quien el Maestro estoqueó de forma espectacular, pues se refiere que se acercó al toro por detrás —ya que por su peligrosidad era imposible ponérsele cara a cara— y, con un llamado de voz, hizo que la bestia volteara y aprovechara ese instante para asestar una estocada letal que hizo que la afición elevara al grado de leyenda tanto al torero como al toro. Incluso hasta nuestros días el premio al mejor toro de la Feria de Acho que otorga la asociación de abonados de la Feria del Señor de los Milagros lleva el nombre del feroz Arabí Pachá.
El Maestro, como se dijo, tuvo una carrera extraordinariamente larga. Así, su última presentación como matador la hizo en la plaza de Acho en 1909, a la edad de 71 años. Por ese entonces, la diabetes que padecía estaba haciendo mella en su salud, lo que derivó en su muerte dos años más tarde, el 24 de diciembre de 1911, a causa de una insuficiencia renal. Ángel Valdez fue enterrado por su esposa, sus tres hijos y una multitud de admiradores en el cementerio Presbítero Maestro, donde ahora el nicho 156-C del Cuartel San Felipe guarda en total abandono los restos del primer gran torero que tuvo el Perú, muchísimo antes que el fenómeno actual de Andrés Roca Rey; un torero negro a quien un busto dentro del coso bajopontino le rinde homenaje como parte del gran legado de los afrodescendientes a la fiesta brava en nuestras tierras.