Junto a sus páginas gloriosas, la historia del fútbol consigna episodios oscuros y polémicos que involucran su instrumentalización política. [Ilustración: Giovanni Tazza]
Junto a sus páginas gloriosas, la historia del fútbol consigna episodios oscuros y polémicos que involucran su instrumentalización política. [Ilustración: Giovanni Tazza]
Jorge Paredes Laos

Un dictador, con ínfulas de dios, le hace llegar un telegrama al capitán de la selección de fútbol de su país con una directa indicación: “Vencer o morir”. La consigna no era una metáfora. Era una orden. Otro, de la misma especie, mandó arrestar, torturar y fusilar a un grupo de jugadores después de un partido porque se habían atrevido a derrotar a los suyos. Un tercero envió al destierro y a realizar trabajos forzados en un gulag al presidente de un club que no se había alineado con su “política deportiva”. Y un general de un país latinoamericano se gastó lo que no tenía para organizar un Mundial, con el que pretendía lavar la cara de un régimen acusado de torturar y desaparecer disidentes. Él respondió con un eslogan siniestro: “Nosotros somos derechos y humanos”.

El fútbol no solo ha servido a los intereses de autócratas y políticos de todo pelaje, sino también ha desatado guerras regionales como la del Salvador y Honduras, conflictos diplomáticos y étnicos. En el lado opuesto, ha sido utilizado como un arma simbólica por los de abajo. Hay quienes han organizado partidos para solventar movimientos de resistencia como los vascos durante la Guerra Civil española o se han valido de las masivas asistencias a los estadios para organizar rebeliones civiles contra el Gobierno, como en Libia. Este deporte también ha servido para denunciar el racismo, para pronunciarse contra el apartheid y la exclusión de la mujer. Es como si en ese paréntesis de 90 minutos hubiera espacio para todo, para lo mejor y lo peor de la especie humana.

Fue el buen Jorge Valdano quien dijo que el fútbol era “lo más importante de las cosas menos importantes”. A estas alturas del partido, esta frase puede parecer ingenua: cada vez queda más claro que el fútbol es todo menos un juego.

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Para un dictador ganar la Copa del Mundo puede ser una cuestión de vida o muerte. Así lo entendió Benito Mussolini en el lejano campeonato de 1934. En esa Italia de entreguerras dada a la locura del nacionalismo, él quería demostrar que el fascismo era una doctrina superior. Y qué mejor forma de hacerlo que a través del fútbol. Por eso organizó el segundo Mundial de la historia a su imagen y semejanza. Financió los gastos de las 16 selecciones participantes —la FIFA estaba en pañales y no tenía el dinero suficiente para solventar un campeonato de tal magnitud— y llevó a los azzurri a la final en medio de partidos amañados, arengas y amenazas. Aparte del célebre telegrama al capitán del equipo, es conocido el siguiente diálogo entre Mussolini y el general Vaccaro, presidente de la Federación Italiana.

—Italia debe conquistar este campeonato —le dijo el Duce.
—Por supuesto, haremos todo lo posible —le respondió el dirigente.
—No me ha entendido, Vaccaro. Italia debe ganar. Es una orden —le replicó el dictador.

Y la orden se cumplió. El equipo italiano despachó a sus rivales —España, Austria y Checoslovaquia— en medio de partidos caracterizados por el juego violento de los locales y por injustificables fallos arbitrales. Las postales de la selección italiana de aquellas jornadas son evidentes: once estatuas paradas al centro del campo con el brazo derecho extendido y la palma de la mano en alto. El saludo fascista como símbolo de victoria. Cuatro años después, el Mundial se mudó a Francia —el país de Jules Rimet, el presidente de la FIFA—, pero la sombra de Mussolini se cernió otra vez sobre la competencia. Italia fue bicampeón.

Otro de los aliados de Mussolini, el no menos célebre Adolf Hitler, también utilizó el fútbol como propaganda para demostrar aquella insania de la superioridad aria. El Führer no tuvo que conquistar Mundiales: organizó los Juegos Olímpicos de 1936 para poner en vitrina el deporte alemán. Más adelante, cuando ya se había apoderado de la mitad de Europa, envió a la muerte a cualquiera que se atreviera a desafiar la supremacía de sus atletas.

La selección italiana hace el saludo fascista antes de jugar y ganar la final del Mundial de 1934. La influencia política había llegado a la copa. [Foto: Getty Images]
La selección italiana hace el saludo fascista antes de jugar y ganar la final del Mundial de 1934. La influencia política había llegado a la copa. [Foto: Getty Images]

La historia tiene rasgos de leyenda. O al menos existen dos versiones de lo sucedido: en 1942, en la Ucrania invadida por los nazis, se realizó un partido entre un equipo local, el Start, formado por exintegrantes del Dinamo de Kiev, y otro combinado alemán que representaba a las fuerzas de ocupación. “Si ganan, mueren”, les habían advertido a los maltrechos jugadores ucranianos. “Entraron resignados a perder, temblando de miedo y de hambre, pero no pudieron aguantarse las ganas de ser dignos. Los once fueron fusilados con las camisetas puestas, en lo alto de un barranco, cuando terminó el partido”, evoca Eduardo Galeano en El fútbol a sol y sombra. Este hecho, conocido como el “partido de la muerte”, se reprodujo en documentales y películas. Hay una versión célebre titulada Escape a la victoria, con Pelé, Sylvester Stallone y el argentino Osvaldo Ardiles, que fue dirigida por John Huston. Sin embargo, después de diversas investigaciones, se han revelado acontecimientos insospechados.

La periodista española Ana Lázaro entrevistó el 2012, en Kiev, a Vladlen Putistin, hijo de uno de los futbolistas ucranianos fallecidos, y quien tenía ocho años cuando se produjeron los sucesos. Según su relato, ese día no hubo amenazas, aunque el partido fue muy intenso. Incluso le mostró una foto en la que aparecían los jugadores de ambos equipos “mezclados y sonrientes” después del juego. Putistin aseguró que esa noche volvieron a casa y celebraron el triunfo, y que incluso se realizaron otros partidos en los días siguientes, en los que siempre ganó el equipo ucraniano, pese a que sus jugadores estaban mal comidos y trabajaban muy duro como panaderos.

Pero nueve días después del partido, el 18 de agosto de 1942, llegó la Gestapo. Sacó de sus casas, uno a uno, a los jugadores, y se los llevó para interrogarlos bajo la acusación de que eran comunistas. Cuatro de ellos fueron fusilados y el resto repartidos en campos de concentración, donde otros tres más fallecieron. Esto lo corrobora también el escritor Juan Villoro, quien dice que ucranianos y alemanes se enfrentaron en realidad dos veces y que, a pesar de que el árbitro era nazi, siempre ganaron los primeros. Villoro comenta que la gran jugada del “partido de la muerte” no fue un gol, sino una acción del joven Alexei Klimenko, quien en un momento del juego sorteó a toda la defensa alemana y cuando llegó a la línea de meta, miró victorioso a la tribuna, y devolvió la pelota al centro del campo. “Demostró a sus verdugos que era mejor que ellos: los perdonó”, escribe el mexicano. Nunca se sabrá si eso enfureció más a los nazis. Lo real es que el temerario Klimenko murió días después en Siretz, ajusticiado con un tiro en la oreja.

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“El fútbol y la política son ya dos cosas indisociables”, dice el profesor Jorge Illa, quien enseña el curso de Política y Deporte, en la UPC. “El fútbol se encuentra dentro de lo que Joseph Nye llamó el soft power, ese poder blando que utilizan ciertos Estados para ejercer presión sobre otros valiéndose de elementos culturales e ideológicos”.
Y qué mejor hechizo que un equipo de fútbol. Eso pensó Francisco Franco, en la España de los cincuenta y sesenta, cuando utilizó a los jugadores del Real Madrid, con estrellas como Di Stefano, “como embajadores” del españolismo y de su régimen entre los países recelosos de sus políticas totalitarias. Illa cuenta que se organizaban cócteles en las capitales europeas a los que se invitaban a los políticos que no eran afines al franquismo, quienes iban a las citas atraídos por la presencia de los ídolos del equipo blanco.

Otro autócrata que empleó el fútbol para consolidar su poder fue Stalin. Según se refiere en el ensayo “El fútbol como instrumento sociopolítico”, de Úbeda, Molina y Villamón, el control que ejercía el régimen estalinista sobre la vida cotidiana era tal que el fútbol no escapó de sus dominios. Cada club respondía, de alguna manera, al modelo comunista: el Dinamo era de la KGB, el CSKA del Ejército, el Lokomotiv, de los trabajadores ferroviarios, etc. El único que no era de ningún gremio ni del Gobierno era el Spartak, y ser su hincha era digno de sospecha. Tanto así que su presidente fue a parar a Siberia acusado de “apología del deporte occidental”.

Un buen alumno de estos dictadores en Sudamérica fue el general Jorge Rafael Videla, quien hizo de la copa de 1978 todo un espectáculo destinado a contrarrestar las campañas de las organizaciones de derechos humanos que se pronunciaban por las desapariciones, las torturas y asesinatos cometidos por la Junta Militar argentina. Sobre este tema se han publicado tesis, libros, novelas, y se han filmado documentales y películas. Lo macabro del asunto es que el centro de detenciones, la siniestra ESMA (Escuela Mecánica de la Armada) quedaba cerca del Monumental de River Plate, el estadio en el que Argentina salió campeón. No es irreal pensar que los prisioneros en medio de su sufrimiento escuchaban los cánticos y gritos de los enfervorizados hinchas.

Passarella, el capitán de la selección argentina, levanta la copa ante el beneplácito de Videla. [Foto: AP]
Passarella, el capitán de la selección argentina, levanta la copa ante el beneplácito de Videla. [Foto: AP]

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Pero hay siempre quienes pretenden creer que el fútbol solo es un deporte. Uno de ellos es César Luis Menotti, quien, a pesar de sus ideas progresistas, aceptó dirigir a la Argentina durante ese Mundial del 78. Un año antes, le respondió a un periodista de El Gráfico: “Jugando no defendemos nuestras fronteras, la patria, la bandera. Con el equipo nacional nada que es profundamente patriótico muere o es salvado”. Luego, Eduardo P. Archetti —en el ensayo “El Mundial de Fútbol de 1978 en Argentina: victoria deportiva y derrota moral”— cita unas declaraciones del entrenador: “Alguno podrá decir que yo también he dirigido equipos en épocas de dictaduras, en épocas de gobiernos con los cuales no solo no compartía nada sino que contradecían mi forma de vida. Y yo pregunto ¿qué tenía que hacer? ¿Equipos que jugaran mal, que hicieran trampas, que traicionaran el sentimiento del pueblo? [...] Nosotros jugamos de la mejor manera posible porque entendimos que había que devolver el espectáculo al pueblo”.

En 1986, pocos argentinos recordaban estas palabras cuando la selección de Maradona se enfrentaba al equipo inglés en los cuartos de final del Mundial de México. Los argentinos habían perdido la guerra de las Malvinas con la Gran Bretaña de Margaret Thatcher y ese partido olía a revancha. A victoria moral. Las imágenes quedaron grabadas en la retina de millones de espectadores: el diez argentino se elevó sobre el gigante arquero Shilton y en un acto casi mágico introdujo la pelota con la mano en el arco inglés. El árbitro tunecino Ali Bin Nasser validó el gol. Para los hinchas rioplatenses fue “la mano de Dios”. Y cuatro minutos después, en una carrera apoteósica, el genio nacido en Villa Fiorito eludió rivales sin tregua, como en esas películas épicas en las que el héroe avanza con la bandera entre las tropas enemigas, hasta alcanzar la victoria final. Otra vez la apoteosis. Otra vez el grito de gol. Ahora sí, la afrenta bélica había sido vengada.

Osvaldo Soriano selló este acontecimiento con un relato que tituló “Maradona sí, Galtieri no”, en referencia al general argentino que había perdido la guerra.

Curiosamente a Inglaterra, en el Mundial de 1966, también le había tocado saborear ese tipo de victorias. El partido final de aquel campeonato la enfrentaba con la Alemania Federal. Década y media atrás, Londres había sido bombardeada y destruida por la Luftwaffe alemana, y entonces esa final olía a revancha. Esta se produjo aunque con un gol que la prensa calificó como “fantasma”: nunca se supo si la pelota cruzó la línea de meta.

Si Clausewitz dijo aquello de que la guerra era la continuación de la política por otros medios, el profesor Illa prefiere acotar que hoy “el fútbol es la continuación de la política por otros medios”.

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Ningún político escapa a la obsesión de que su país se convierta en la sede de un Mundial. Lo añora Donald Trump, que hace unos días dijo que “tomaría nota” de las federaciones que no lo apoyaran en su sueño de realizar el campeonato del 2026 conjuntamente con México y Canadá. El miércoles los votos le dieron la razón. Lo quiere también el líder chino Xi Jinping, quien está invirtiendo cantidades astronómicas para desarrollar el fútbol en su país; como antes lo deseó también Vladimir Putin, quien transformó la ciudad de Sochi en capital olímpica de los Juegos de Invierno del 2014 —sus adversarios la llaman Putingrado— con la esperanza de que fuera una de las sedes de la Copa del Mundo.

Bruno Rivas, autor de Guía política del Mundial de Fútbol Rusia 2018, dice que la FIFA lo que ha buscado en los últimos tiempos con la elección de las sedes mundialistas ha sido ampliar los mercados del fútbol. “Es muy paradójico —reflexiona— que el primer Mundial posterior a la Guerra Fría, el de 1994, se haya realizado en Estados Unidos, la potencia planetaria, en tiempos en que se expandía el neoliberalismo. Ahora sucede lo opuesto, se está jugando en Rusia en un momento en que resurgen los nacionalismos”.

La postal previa. Los ídolos del fútbol también pueden ser útiles para el posicionamiento político. [Foto:Palacio de Gobierno]
La postal previa. Los ídolos del fútbol también pueden ser útiles para el posicionamiento político. [Foto:Palacio de Gobierno]

La más controvertida elección de los últimos tiempos ha sido la de Qatar. “La excusa de Blatter (el anterior presidente de la FIFA envuelto en problemas de corrupción) fue que la región árabe necesitaba ya tener un representante, pero lo que había detrás era un gran negocio. Se habló del pago de grandes sumas de dinero por los derechos de transmisión de los partidos”, añade Rivas.

Según el periodista Luis Carlos Arias Schreiber, los mundiales comenzaron a ser rentables a partir de México 70. “Ahí aparecen con fuerza la televisión y los auspiciadores ligados a las transmisiones de los partidos”, precisa. Y en su opinión la institucionalización del poder político en el fútbol se consolidó a partir del Mundial de 1974. “Hay una escena en ese campeonato —recuerda— en la que aparecen en la final los capitanes de Holanda y Alemania, Johan Cruyff y Franz Beckenbauer, saludando a la tribuna. Ahí estaban Kissinger, el canciller alemán y la reina de Holanda. Es decir, todos los poderes políticos reunidos en un mismo palco. Desde entonces fue usual que el presidente del país anfitrión entregase el trofeo al capitán del equipo ganador”.

Por esos años, en el Perú, el fútbol también benefició a la dictadura militar. Los emblemas nacionalistas del régimen se unieron a los cánticos de la tribuna. Una de las postales de esos tiempos fue la del presidente Morales Bermúdez poniéndose la sudada camiseta del capitán Julio Meléndez, la noche en que nuestro país clasificó al Mundial de 1978. Cuarenta años después otra fotografía salta a la vista. “¿Cuál fue la imagen del día siguiente al castigo a Paolo Guerrero, cuando el TAS amplió su sanción a 14 meses?”, me pregunta Jorge Illa. “La del presidente Vizcarra con el capitán de la selección. ¿Qué más demostración de que el fútbol es una forma de hacer política?”.

“Vizcarra se sabía en la cuerda floja y necesitaba posicionarse entre la población —comenta Rivas—, entonces no tuvo mejor idea que difundir la foto con Paolo y anunciar que iba a ayudarlo en su batalla legal por jugar el Mundial. No me extrañaría que Edwin Oviedo, el presidente de la Federación, se postule en un futuro cercano a un cargo político”.

Sin embargo, lo atractivo del fútbol es que nunca se sabe cómo terminará el partido. Mussolini acabó colgado por la multitud. En el caso de Videla el Mundial terminó visibilizando a las víctimas de su dictadura. Meses después de ponerse la bicolor, Morales Bermúdez se vio obligado a entregar el poder a una Asamblea Constituyente. A veces el fútbol también se cobra revancha.

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