Mario Velásquez (Bolívar), Cristhian Esquivel (Monteagudo) y Enrique Avilés como el criado Lucero.
Mario Velásquez (Bolívar), Cristhian Esquivel (Monteagudo) y Enrique Avilés como el criado Lucero.
Jorge Paredes Laos

Lima parece un pueblo fantasma. Es la noche del 27 de enero de 1825 y no es como años atrás, cuando la gente bullía en los salones de té, en las casas de juego y en los restaurantes. En cambio, ahora los escasos transeúntes corren a refugiarse en sus casas. Ya nadie está seguro. Las tropas colombianas que llegaron con la expedición libertadora del norte cometen toda clase de tropelías, los robos y violaciones han aumentado, y bandas de negros empobrecidos deambulan por todos lados. Por el centro solo se ve a soplones y miembros de la guardia personal del todopoderoso Simón Bolívar.

No lejos de ahí, en su residencia, Bernardo Monteagudo da las últimas instrucciones a su criado. Esa noche debe poner rosas en la mesa, tener listo el champán y preparar una buena cena, pues va a encontrarse con una mujer. Alguien que tal vez lo puede ayudar en estos tiempos inciertos, pues presiente que su vida corre peligro en una ciudad que lo detesta por haberse enfrentado a los criollos y españoles, y también por su fama de mujeriego y seductor.

Su único alivio es saber que Bolívar todavía lo necesita para organizar el congreso panamericano que el dictador requiere para entronizarse como líder continental. Está sumergido en estos pensamientos cuando unos golpes en la puerta lo devuelven a la realidad. Su sorpresa se convierte en estupor al ver en su sala al mismísimo Libertador, quien ha llegado sin anunciarse.

Bolívar sonríe, huele el aroma de las rosas, y le pregunta si espera a alguien. “Seguro a una mujer”, le dice fingiendo afecto y cordialidad. Monteagudo balbucea, lo niega, y simula que se siente halagado por la inesperada visita de su jefe. Ambos desconfían. Bolívar lo ve todavía como el antiguo asesor de San Martín, y Monteagudo lo ve como alguien que quiere tener más poderes que un rey.

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Históricamente, Monteagudo fue nombrado ministro de Gobierno por San Martín, en 1821, y ejerció su cargo con mano dura. Expropió bienes y dio rienda suelta a sus dotes de galán. Eso lo enemistó con la élite limeña, que no dudó en organizar un motín para expulsarlo del país. Sin embargo, Bolívar lo trajo de vuelta como su asesor, dos años después.

De esta manera, Herbert Morote imagina en La visita de Bolívar un encuentro entre ambos personajes, justamente la noche en que Monteagudo iba a ser asesinado. “La obra es una denuncia no solo contra Bolívar, sino contra los historiadores que no nos han dicho las consecuencias que tuvieron sus actos para el país”, dice. En su opinión, Bolívar no solo inició el nefasto militarismo, sino también mutiló territorialmente al Perú para beneficio propio.

Morote muestra una página de un libro anterior suyo —Bolívar, libertador y enemigo n.° 1 del Perú—, en la que aparece un mapa diseccionado. “Esto deben mostrarlo en los colegios”, señala. “Aparte de Guayaquil, pretendía quitarnos Tumbes, Jaén y Maynas; después buscaba formar un nuevo estado con Arequipa, Cusco y Puno. Luego, el Alto Perú lo convirtió en Bolivia, y quiso donar Antofagasta a este país, algo que después ocurrió. ¿Cómo a un hombre así le podemos tener respeto?”, se pregunta.

Aunque reconoce el genio militar bolivariano, Morote asegura que cuando este llegó al Perú —en setiembre de 1823— la Independencia era ya un hecho irreversible. Para él Bolívar es un héroe con pies de barro. “Decir que era de izquierda y líder de una revolución, como pretende el chavismo, es un mito que no se sostiene ni con la posverdad”, afirma.

En su obra, Morote más bien trata de recuperar la figura de Monteagudo que ha quedado en la historia como un personaje oscuro —una especie de Montesinos del siglo XIX— que ejerció de manera siniestra el poder. “Fue tal vez enemigo de las élites, pero no del pueblo. Monteagudo impulsó la abolición de la esclavitud y el fin del tributo indígena”, concluye Morote.

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La historiadora Natalia Sobrevilla, quien esta semana participó en un congreso internacional sobre el período de la Independencia en la Universidad Católica, dice que esta polémica no es nueva. “La condena de Bolívar se produce porque sus intereses no eran los del Perú; él pretendía crear una confederación similar a Estados Unidos”, explica. Lo cierto es que Bolívar encontró un país dividido. Había dos congresos y dos gobiernos (uno en el norte con Riva-Agüero, y otro en Lima, con Torre Tagle, quien incluso negociaba con el virrey La Serna). En medio de este caos, él logró recomponer el ejército y encaminar la Independencia. El problema era que todo su proyecto tenía un fin: él mismo. En 1826, Bolívar redactó una constitución hecha a su medida que lo encumbraba como presidente vitalicio.

En La visita de Bolívar, cuando Monteagudo se atreve a cuestionar los planes del Libertador, sabe que su fin está cerca. En esa época, estar contra él era como ponerse la soga al cuello.

MÁS INFORMACIÓN

Escrita por Herbert Morote y dirigida por Ruth Escudero, La visita de Bolívar cuenta con las actuaciones de Mario Velásquez, Cristhian Esquivel y Enrique Avilés. Teatro García Lorca del Centro Español del Perú: av. Salaverry 1910, Jesús María. Funciones de jueves a domingo, a las 20:00. Hasta el 3 de junio.

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