El estado islámico decretó hace meses una guerra contra todos quienes se opusieran al establecimiento de un califato (imperio) islámico, que comenzó en sus territorios conquistados en Iraq y Siria, pero que debería extenderse al resto del mundo. En setiembre su amenaza fue aun más específica. “Si pueden matar a un incrédulo estadounidense o europeo —especialmente a los maliciosos y sucios franceses— o a un australiano o canadiense o a cualquier otro [...] ciudadano de los países que ingresaron en una coalición contra el EI, entonces confíen en Alá y mátenlo por cualquier medio”, declaraba un comunicado supuestamente predicado por su líder, Al-Baghdadi.
¿Por qué sorprenderse con los atentados de la semana pasada en París? Desde que se escindió de la filial de Al Qaeda en Iraq, el Estado Islámico ha masacrado a decenas de miles de ciudadanos iraquíes y sirios —incluyendo a musulmanes que no cumplen con la versión rígida de su interpretación coránica— y sus células terroristas han asesinado a centenares en Egipto, Túnez, Kenia, Turquía, Somalia, Kuwait, etc. Esto sin contar los miles de muertos por Al Qaeda en diferentes partes de EE.UU. y Madrid, Londres, Bali, Bombay, Nairobi.
Si los medios de comunicación occidentales hubiesen dedicado a los anteriores atentados —como el ocurrido en Líbano un día antes del viernes negro de París (43 muertos y más de 200 heridos)— una cobertura medianamente empática como se hace cuando suceden en América o Europa, quizá sentiríamos a Beirut como París, y hubiésemos exigido un “basta” mediático para que se traduzca en acciones políticas el combate contra el flagelo del islamismo radical. Pero los tiempos de redes (terroristas y sociales) provocan una globalización que termina por dirigir nuestra atención exclusivamente a nuestro propio ombligo geográfico-cultural.
El mensaje de fraternidad e igualdad de Francia debe ser igual para cada vida que se extingue por el fanatismo religioso en cualquier parte del planeta.