Una manera simple de definir qué es un ensayo: narrar una idea.
El género, inventado por Michel de Montaigne hace casi cinco siglos, se entiende de una manera abierta como el desarrollo de una posición o una inquietud, con rigor intelectual, pero sin constreñimiento académico, pensado más en el lector curioso que en la revista indexada, bajo la idea sugerente de que el lenguaje es un camino de expresión y conocimiento, y que los recursos retóricos están en función del estilo y la argumentación, no de la opacidad ni la floritura.
Uno de los mejores ejemplos de ello es Hacia la estación de Finlandia, de Edmund Wilson.
Ahí el crítico norteamericano realiza una suerte de biografía del socialismo, cuyo origen identifica cuando el historiador francés Jules Michelet descubre al filósofo italiano Giambattista Vico y, con él, la idea de que la humanidad es una fuerza que se crea a sí misma y cuyo fin —al menos en lo que respecta al libro— se precisa en la llegada de Lenin a la estación ferroviaria que da título al libro, es decir, el inicio de la Revolución rusa.
No son pocos los pensadores y las revoluciones que se historian aquí. Renan y Taine atisban que las doctrinas se modifican con el tiempo a la vez que desarrollan sendas miradas en las que nación y Estado son parte de un proceso civilizatorio vivo y mayor. Ya con Babeuf y Saint-Simon es posible entender el poder de seducción de una ideología aún amorfa, pero en la cual la sensibilidad social y popular empezaba a perfilar un marco teórico en contraposición al sentido común liberal de las élites. Con Fourier y Owen, este sentir se vuelve praxis con los experimentos comunitarios y cooperativistas. La potencia intelectual de Marx y la vigorosa complicidad de Engels concilian estos impulsos y pasiones en un corpus monumental que busca enlazarse con la tradición filosófica alemana (Hegel) y la tradición moral judía. Bakunin, sin embargo, es quizá quien mejor construye la figura legendaria del revolucionario anarquista y global, mientras que Lenin y Trotski llevan a cabo lo anteriormente descrito.
Wilson los aborda a todos ellos con cuidado. No solo trata de entender a cada uno de ellos en su contexto, sino que explora sus motivaciones personales, sus apuros vitales y, cuando corresponde, señala sus mezquindades y yerros, como cuando demuestra que la dialéctica es apenas un mito religioso (Steiner abunda en ello en Nostalgia del absoluto) o cuando desmonta el falso cientificismo del marxismo.
No obstante, Wilson no se solaza en sus hallazgos, sino que los pone en función de una narrativa más grande, como si ellos fueran solo episodios de una gran épica cuyas consecuencias no pueden adivinar (Chávez podría haber sido susceptible de un posfacio, pero no Maduro ni Cerrón).
No hay mejor momento para leer o releer a Wilson que hoy, cuando el socialismo del siglo XXI aparece como un horizonte que reivindicar y su expresión local es el atolondramiento trasnochado de una ideología moribunda.
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