En su clásica novela titulada Almas Muertas, el escritor ruso Nikolái Gogol decía lo siguiente: “El miedo es más contagioso que la peste y se transmite en un abrir y cerrar de ojos”. Y es verdad, hoy más que nunca. Porque temores han existido siempre pero sólo en nuestra época se propagan de una manera viral en virtud de los medios masivos de comunicación, de internet y de las redes sociales. Y el cerval miedo a la muerte es seguramente el que más nos angustia y estremece. No porque nos tenga en vilo de manera constante, sino porque nos pone cara a cara con la dimensión definitiva, central e incuestionable de nuestra existencia: su finitud.
Es precisamente por esa razón que los seres humanos hemos inventado distintas estrategias sagradas o profanas para afrontar, sobrellevar o simplemente escamotear ese inexorable factum. Veamos cómo planteaban el problema algunos filósofos de la antigua Grecia.
Recordemos la Apología de Sócrates de Platón. En el juicio que precede a su condena a muerte, el viejo filósofo ateniense señala que la muerte “o es un absoluto anonadamiento y una privación de todo sentimiento, o es un tránsito del alma de un lugar a otro”. En el primer caso, añade Sócrates, sería como un sueño pacífico y eterno, sin las agitaciones y sobresaltos que nos depara la vida. En el segundo caso, y si es verdad que la morada de todos los que han vivido es ese inframundo llamado Hades, “¿Qué trasporte de alegría no tendría yo cuando me encontrase con todos los héroes de la antigüedad, que han sido víctimas de la injusticia?” Y concluye diciendo: “Pero ya es tiempo de que nos retiremos de aquí, yo para morir, vosotros para vivir. ¿Entre vosotros y yo, quién lleva la mejor parte? Esto es lo que nadie sabe, excepto dios”.
Aproximadamente un siglo más tarde, Epicuro de Samos (341-271 a.C.) afirma en su Epístola a Meneceo que no hay nada terrible en el hecho de morir: “Así pues, el mal que más pone los pelos de punta, la muerte, no tiene nada que ver con nosotros, justamente porque cuando existimos nosotros la muerte no está presente, y cuando la muerte está presente entonces nosotros no existimos”. Morir, pues, no es un mal, “pues todo mal y bien se halla en la sensibilidad: y la muerte es la privación de la sensibilidad”. Pese a estos (y otros) argumentos, la muerte mantiene su aura espectral. Entre otras cosas, porque no podemos evitar imaginarla como ese oscuro, desconocido e insondable abismo que nos espera cuando termine la vida.