En el artículo primero de la Constitución peruana, se puede leer: “La persona humana (…) es el fin supremo de la sociedad y del Estado”. Esta afirmación, por más paradójica que parezca, proviene de Aristóteles, pero formulada exactamente al revés. “La sociedad y el Estado (la polis) —escribe, en cambio, el filósofo griego— son el fin supremo de la persona humana”. Explicar este sorprendente contraste nos llevará a entender el sentido de las controversias filosóficas en torno a la idea de la solidaridad. La anticuada, pero conceptualmente densa, expresión “fin supremo” es un equivalente, para los griegos, de “bien mayor” o “concepción plena de la vida”.
Usándola en este sentido, la contraposición de las tesis anteriores sería la siguiente: mientras que los griegos pensaban que el bien mayor para una persona es la solidaridad (su vida en sociedad), nuestra Constitución —que en esto es heredera de la filosofía política moderna— afirma que la solidaridad (la vida social o el Estado) está subordinada al bienestar del individuo. Naturalmente, el asunto es más complejo, pero vale la pena destacar la oposición de fondo.
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La tesis de Aristóteles ha sido preservada a través de los siglos por muchos autores, entre ellos Rousseau, Hegel o, más recientemente, por filósofos comunitaristas. Se los suele identificar como la tradición “republicana”, porque en su definición de la vida y las actividades humanas han destacado precisamente los vínculos de solidaridad, las virtudes cívicas, el compromiso político y hasta emocional de las personas con el bien común.
Frente a ellos, desde inicios de la modernidad, se ha impuesto la tradición “liberal”, que destaca principalmente el valor de la libertad de cada individuo y, con ello, la igualdad entre todos, prescindiendo de sus vínculos o lazos comunitarios.
Aquí anida, ciertamente, el peligro del individualismo del que somos testigos en tantas sociedades modernas —incluida la nuestra—. No obstante, por ello, la propia tradición liberal ha establecido también un nexo esencial entre libertad y justicia. Y lo ha hecho postulando la idea de un contrato social en el que se consagre la igualdad de oportunidades, y se garantice el acceso de todos a las condiciones mínimas de educación, trabajo y salud. Ya sea, pues, en su versión republicana o en su versión liberal, o ya sea por convicción ética o por obligación jurídica, la filosofía política ha defendido la necesidad de la solidaridad como una dimensión constitutiva de la vida humana.