Francisco Miró Quesada C. en su biblioteca; detrás, la fotografía de su gran amigo.
Francisco Miró Quesada C. en su biblioteca; detrás, la fotografía de su gran amigo.
Rubén Quiroz Ávila

Vamos a almorzar con mi abuelo, me espetó sonriente mi hermano Paco en medio del Patio de Letras. Para los muchachos sanmarquinos que no habíamos cumplido ni los veinte años, era una invitación a entrar a una dimensión legendaria. Y así fue. La charla giró en torno a las posibilidades de una filosofía latinoamericana, también a otros temas igual de esenciales. ¿Y qué estás leyendo?, me lanzó la interrogante, mientras yo, con pasión proletaria, engullía los pancitos calientes con mantequilla que —después descubrí— eran los aperitivos. Casi caigo fulminado ante esa pregunta directa al cerebro. Era casi una cuestión existencial para mí. El axioma intelectual es evidente: dime qué lees y te diré quién eres. Es más, qué podía decirle a un hombre que lo había leído prácticamente todo. Que lo había recorrido todo. Que lo había pensado todo. Yo estaba más cerca de la nada, ciertamente. Era solo un aspirante a filósofo y estaba delante del filósofo más importante del Perú. Este encuentro era prácticamente la concreción del ser y la nada sartreano.

Bueno, respondí, con entusiasmo chalaco: leo a Augusto Salazar Bondy, a Vallejo, a Westphalen, a Arguedas. Tomé un sorbito de un refresco para pasar el pancito y mis atrevidas palabras. Me miró, asumo que complacido y comprensible (así quiero recordarlo), ya que había mencionado a la primera línea de la inteligencia peruana última. Mientras me regodeaba internamente de haber quedado bien con el maestro, mi amigo Paquito acudió en mi ayuda. Abuelo, la familia de Alfredo (que es como me conocen mis amigos íntimos) es de Huánuco, murmulló salvador. Y el almuerzo siguió, con la cálida y divertida naturalidad de un sabio hacia sus entusiastas e irreverentes discípulos.

Es que el Superabuelo, como era conocido por la joven turba de filósofos, era una leyenda latinoamericana. Su estela intelectual, tanto por la inmensa generosidad que lo caracterizaba como por sus aportes teóricos e influencia en los círculos académicos, marcó parte de nuestro siglo XX. Sobre él hay cada vez más un respetable corpus bibliográfico que no para de crecer. Muy merecido por la intensa e imparable producción intelectual en un siglo de existencia. Su presencia, junto a su magnífico alumno y en seguida colega Augusto Salazar Bondy, significó la edad de oro de la filosofía peruana. Partícipe permanente en la comunidad de filosofía latinoamericana y en los diferentes circuitos de reflexión a nivel global. Llevó a tal nivel el prestigio de nuestra filosofía que en 1990 fue nombrado unánimemente presidente de la Federación Internacional de las Sociedades de Filosofía (FISP), posición que ponía en vitrina lo mejor de nuestra producción intelectual y el reconocimiento público de una de las disciplinas de las ciencias humanas que ha ayudado a imaginar y configurar a nuestra nación.

Es que la filosofía no ha estado alejada de los asuntos reales, más bien ha cuestionado en varios momentos los diversos niveles de desigualdad de la que estamos, lamentablemente, compuestos. Nuestro país está hecho cada vez de más promesas y de menos posibilidades. Sin embargo, sostuvo con firmeza el maestro Miró Quesada, en esa línea extraordinaria de su gran proyecto humanista, que es un imperativo moral la búsqueda de la equidad y la justicia social. Es decir, todo filósofo debe avocarse a ser partícipe del cambio y ser, fundamentalmente, un agente de transformación.

Y así fue él mismo, un intelectual comprometido y un activista para la conformación de ciudadanía. Esa es su lección principal. La coherencia soñada, parafraseando a Luchito Hernández. El verbo y la acción unificados. Esa consistencia anhelada entre lo que se dice y lo que se hace. Esa antigua manera de ser un filósofo en la que se practica la virtud como un modo de vida. Ese es el gesto magistral dejado como ofrenda para nosotros, su más notable herencia. Además, su amor por el Perú fue indesmayable, permanente, incuestionable. Sabemos que ese amor no siempre es recíproco. En este caso lo fue. En vida su majestuosidad intelectual y su gentileza fueron reconocidos por todos aquellos que de alguna manera disfrutaron su presencia.

Ese almuerzo indeleble, cual ceremonia de iniciación, ayudó a reafirmar mi ruta de dedicarme definitivamente a la filosofía. Es más, gracias a mi cómplice Paquito, luego tomé prestado de su fabulosa biblioteca las obras de Platón, en dedicadas glosas y comentarios. Ese texto, en dócil papel biblia, me acompañó un buen tiempo. Por eso debe ser que, cuando leo de nuevo al autor del Teeteto, lo asocio a Miró Quesada y a esa etapa maravillosa de mi formación universitaria. Esa es su herencia a todos aquellos consagrados a aprender. Nos enseñó esa fascinación por el conocimiento, por la humildad para seguir aprendiendo. Ah, de Huánuco, ¿no? Linda región, de allí es David Sobrevilla, mi gran amigo, me dijo, finalmente, sonriendo. Se iba a sus clases de quechua.

* Rubén Quiroz Ávila es Filósofo de la UNMSM

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