En medio de una pandemia que ha paralizado —literalmente— al mundo, es normal que las preguntas shakesperianas surjan entre los seres humanos, ya sea con ánimo de teorizar sobre su situación personal o con ánimo pitoniso para intentar descifrar la nueva cotidianidad a la que tendrán que enfrentarse en el trance de salvaguardar su vida de la amenaza que significa el virus. En este contexto, surge la idea de la desglobalización. O, mejor dicho, resurge, pues sus más entusiastas adeptos vienen hablando de ella desde hace más de 15 años.
Desglobalizar suena a desinflar. Y de alguna manera lo es: hace 30 años, tras la caída del muro de Berlín, los líderes mundiales establecieron un orden y prometieron un futuro que no se concretó (al menos, no para todos). Entonces, dicen los entendidos consultados para esta nota, que no estamos frente al fin de la globalización per se, pero sí frente al fin o la reconfiguración de una forma de echar a andar al mundo.
La globalidad ancestral
La globalización fue una suerte de rockstar de las últimas décadas del siglo XX y, a su sombra, se tejieron complejas tramas económicas, sociales y culturales. Sin embargo, los historiadores Norberto Barreto, docente de la PUCP, y José Ragas, de la Pontificia Universidad Católica de Chile, coinciden en señalar que no se trata de un tema reciente.
“La globalización tiene que ver con la expansión del mundo conocido, donde las distancias se acortan. Estamos frente a un proceso que tiene, por lo menos, cinco siglos durante los cuales ha tenido picos de aceleración y otros de contracción”, sostiene Ragas. Barreto presenta ejemplos concretos al respecto: “La llegada de Colón a América fue parte del proceso de globalización y las guerras mundiales significaron un corte en ese proceso”.
Entonces, ¿por qué tratamos a la globalización como a un concepto más cercano en el tiempo? En el libro Breve historia de la globalización, los historiadores Jürgen Osterhammel y Niels P. Petersson explican por qué en la década de 1990 este concepto alcanzó la categoría antes mencionada: porque le dio nombre a una época.
Pero es más que un nombre. El texto explica que la palabra globalización funcionó como concepto que vinculaba experiencias de muchas personas: por un lado, el consumo y la comunicación traían (casi) todo el globo terráqueo al hogar de los habitantes de los países ricos; por otro lado, al disolverse el mundo —apartado y aislado— del bloque soviético, el planeta parecía surcado por principios uniformes del estilo de vida occidental. En la economía, se optó por liberar el mercado de la regulación estatal, y los avances tecnológicos en el ámbito del procesamiento de datos y la comunicación crearon mercados de oferta y demanda a escala mundial. Es decir, se creó el mundo en el que hoy vivimos.
¿Es posible desglobalizar?
“La pandemia que estamos viviendo significa una contracción al proceso globalizador, y a eso se le puede llamar desglobalización. El mundo se desglobaliza porque la interacción, la comunicación, la producción y, por ende, la economía se paralizan. Eso debe quedar muy claro. Desglobalizar no significa que se van a detener las comunicaciones, se va a cortar internet o se van a cancelar los viajes alrededor del mundo”, explica el internacionalista Farid Kahhat.
El libro de Osterhammel y Petersson también considera la desglobalización como un período de reconfiguración o recentramiento. “Por mucho que comunidades y países intenten aislarse, los problemas siguen surgiendo a escala global, y serán resueltos mediante cooperación o no serán resueltos. Los problemas y desafíos globales (o las soluciones globales) han llegado para quedarse”, señala el texto. Y Norberto Barreto expone el ejemplo pertinente sobre esta explicación: “El COVID-19 se vincula con la globalización, y frenarlo también dependerá de ella”.
Pero la idea de la desglobalización nació antes que el COVID-19. El 2011 ya se había publicado un libro llamado ¡Votad la desglobalización!, escrito por el político francés Arnaud Montebourg. En dicho texto, se dirige a los millones de personas a las que la globalización no ha aportado más que precariedad, agudización de las desigualdades, destrucción de los servicios públicos. “Solo queda una solución: la desglobalización, enderezar el rumbo de un sistema que ha acabado enloqueciendo”, afirma Montebourg.
No es casual que el libro sea de 2011, pues la primera gran crisis del siglo XXI fue también la primera gran crisis de esa globalización que liberalizó la economía: la ruptura de la burbuja inmobiliaria que sufrió Estados Unidos entre 2008 y 2009.
Muchos países emergentes dependientes de la economía estadounidense, ya sea por subsidios o por negocios, vieron frenar su crecimiento de golpe. Al respecto, el sociólogo filipino Walden Bello, en su libro Desglobalización: ideas para una nueva economía mundial ( 2004 ), había planteado la necesidad de cuestionar las relaciones sociales surgidas bajo el capitalismo y recomendaba que el mercado local sea el nuevo foco de la economía global. Tras la crisis de 2009, Bello recalcó: “Les dije”.
Desglobalización en la era del COVID-19
El libro El gran retroceso: un debate internacional sobre el reto urgente de reconducir el rumbo de la democracia reúne 17 ensayos en los que se analiza el retroceso de la globalización. En el prólogo, el editor Heinrich Geiselberger postula que este se debe a la incapacidad de los países desarrollados de combatir las causas globales de desafíos como la migración, el terrorismo o las crecientes desigualdades. “La amarga ironía de todo esto radica en que los riesgos de la globalización que se esbozaron se hicieron realidad: terrorismo a escala internacional, cambio climático, crisis financiera y monetaria, y, finalmente, grandes movimientos migratorios; pero políticamente no se estaba preparado para ello”, sostiene Geiselberger.
Esta falta de respuesta política se relaciona con la expansión del autoritarismo en el mundo. Veamos: Donald Trump en Estados Unidos, Putin en Rusia, Bolsonaro en Brasil, Erdoğan en Turquía, la vuelta de las dictaduras al “mundo árabe” o el crecimiento en Europa de las fuerzas neofascistas. “La extrema derecha les da [a los problemas globales] un giro racista y antimigrante”, indica Walden Bello. “El centro de gravedad se desplaza de las relaciones políticas a la nacionalidad, a la promesa de seguridad y al restablecimiento del esplendor de tiempos pasados”, concluye Geiselberger.
Migraciones masivas como las que ocasionan la guerra de Siria o la crisis venezolana hicieron que algunos gobiernos, siguiendo la corriente desglobalizadora, ensayaran un discreto —o no tanto— cierre de fronteras para aquellos que llegaban a sus países sin mayores recursos en busca de una nueva vida —no para los turistas, por supuesto—. La llegada de la pandemia supuso la necesidad de cerrarlas para todos, aunque no sin consecuencias. En un mundo interconectado, ¿qué más desglobalizador que el cierre de fronteras? Y ya que esta ha sido la medida tomada por distintos países ante el avance del virus, podemos concluir que el COVID-19 es global y desglobalizador al mismo tiempo. “Ahora se cuestiona cómo el neoliberalismo —paradigma globalizador de los años 90— apostó por desmantelar el Estado porque el coronavirus está demostrando que no se puede desmantelar el Estado del todo. Una AFP o una compañía farmacéutica no reemplaza un Ministerio de Salud o de Trabajo”, señala José Ragas. Y anota algo no menos importante: la pandemia llega a América Latina después de las protestas sociales en Chile. “La enfermedad les da la razón a los reclamos de una manera muy dramática”, concluye.
¿Y el futuro?
Es la primera vez que la globalización se ve cuestionada por una pandemia, pues, por lo general, ha sido cuestionada por crisis económicas o guerras, aunque, como bien señala Walden Bello, “el COVID-19 detuvo la globalización porque detuvo la economía global que se suponía ya recuperada de la recesión en 2009”.
En ese marco, las ya tensas relaciones comerciales entre China y Estados Unidos se han visto, por supuesto, afectadas. Como rescata Bloomberg, la pandemia ha hecho que se evalúe el papel de China en las cadenas de suministro mundiales, y la dependencia mutua de estos países ahora es una fuente de temor. Pero esto se veía venir.
En la era precoronavirus, Alicia González, corresponsal de economía internacional del diario El País de España, escribía sobre el aceleramiento de la desglobalización a próposito de las relaciones entre China y Estados Unidos, y afirmaba: “La integración global, que se mide por la participación de las economías en las Cadenas Globales de Valor, se ha ido reduciendo desde 2008 y se ha acelerado en años más recientes, que coinciden con el aumento del proteccionismo y el estallido de la guerra comercial abierta entre Estados Unidos y China […] China ha optado por reducir su dependencia exterior y aumentar su integración a nivel doméstico”. Cómo sobrevivirán ambos países a los efectos de esta pandemia es aún una incógnita. A lo largo de la historia, hemos visto nacer y caer potencias mundiales, y algunos se aventuran a señalar que es probable que estemos a punto de ver el fin de una.
La desglobalización se traduce en eventos como el bloqueo a Huawei, el Brexit, o tratar de ver de forma legal una película en internet y obtener como respuesta el anuncio “No está disponible para tu país”. Pero una muestra de que el COVID-19 puede cambiar la forma en la que se maneja el mundo la ha dado el primer ministro británico, Boris Johnson. Él, que hace unas semanas tomaba la pandemia a la ligera, es hoy víctima de la enfermedad. Hace un par de días, desde su espacio de convalecencia, ha declarado que “la sociedad sí existe”. Esta verdad evidente tiene un enorme significado para los británicos.
El 31 de octubre de 1987, dos años antes de la caída del muro y de la explosión de la globalización capitalista, la entonces primera ministra Margaret Thatcher dijo en una entrevista a la revista Woman’s Own: “La sociedad no existe; solo existen hombres y mujeres individuales”. Esta actitud nietzscheana es el resumen del pensamiento de Thatcher, quien estaba realmente convencida de que el individuo debe velar por sí mismo, sin depender del Estado. Johnson, heredero de la Dama de Hierro en el Partido Conservador británico, acaba de darle la contra. Efectos de la pandemia: ¿serán sostenibles en el tiempo o quedarán en el olvido? El mundo post-COVID-19 puede ser otro o no. Quédese hoy en casa para verlo y vivirlo luego, en vivo y en directo.
La semántica del retroceso global
Entrando en materia, el término desglobalización es equívoco, dice Farid Kahhat. “Se entiende su uso, pero no es necesario ser fatalistas”, explica. ¿Cuál sería la palabra adecuada, entonces? “Retrocesos”, responde.
Kahhat define globalización a partir de la economía porque considera que es más concreto saber cuándo empiezan a darse y seguirse reglas económicas internacionales (privatizaciones, desregulación o apertura comercial), y también es más sencillo marcar el inicio de los retrocesos que no empiezan hoy, sino con la crisis de 2009. Pero, para definir globalización más allá de lo económico, señala que esta se traduce en la nueva forma de interacción humana: “Hay un tercio de la población mundial conectada a internet, lo que supone un manejo de información en tiempo real a un costo muy bajo y una interacción social ilimitada a costo muy bajo”.
El historiador Norberto Barreto concuerda con que el término desglobalización es equívoco. “Para que el mundo se desglobalice, tendría que haber una hecatombe”, sostiene, pero ,a la vez, mira con menos optimismo el sistema.
“¿Cuánta gente no tiene acceso a internet en África o aquí mismo?”, se pregunta. Y añade: “Es claro que la globalización tiene cosas buenas y otras no tanto. Y es claro también que el COVID-19 está desnudando las fallas del sistema. El virus va a contagiar a todo el mundo, pero no todos van a tener la misma oportunidad de curarse”.
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