El problema no es que un congresista le mente la madre a otro. El inconveniente es que les estemos pagando por ello: habría colas de voluntarios para mentarles la madre a ellos ad honorem.
En su calidad de asalariados públicos, y dado que el insulto entre pares constituye parte de sus quehaceres, bien podrían los parlamentarios esforzarse por superar la valla del agravio promedio. El camino a la excelencia se construye día a día, como bien decía el orador motivacional Miguel Ángel Cornejo, ese csm (1) de la autosuperación.
La exploración prolija de los alcances creativos de la ofensa demuestra que esta puede ser demoledoramente hiriente sin necesidad del recurso fácil de lo procaz. Es el caso cristalino del latigazo que supone el inclemente:
Cuando lloras se te ve más gorda.
La fortaleza de la mentada de madre, en cambio, reside en que es tosca y rudimentaria. La doble connotación mortal y concupiscente agrede emocionalmente al destinatario donde más le duele.
En su primera acepción el aludido es remitido a regresar a su matriz de origen, usualmente precedido del imperativo del verbo andar. Esto, lejos de augurar calidez y protección intrauterina, es una elíptica invitación a la autoeliminación: no nazcas. Lo cual explica el papel complementario del derivado mal parido.
En su alcance psicosexual, la mentada de madre atenta frontalmente contra el tabú de sostener intercambio sexual con la madre. Lo que en una sociedad umbilical como la nuestra supone una puñalada dolorosa. La equivalencia anglosajona del término delimita el terreno sin anestesia: motherfucker.
Más amable es la versión argentina, ornitológica por accidente, de la concha de la lora. Su origen se remite al sustrato prostibulario del tango, cuando sonaban títulos como “La clavada”, “Dos sin sacar” o “Déjalo morir adentro”. Uno de esos tangos era “La concha de la lora”, siendo lora el término lunfardo para referirse a prostitutas extranjeras. (De ahí la extensión territorial del término — queda más lejos que la concha de la lora— en alusión al origen lejano de la genitalidad ajena).
Debiera restringirse el uso de la mentada de madre a choferes de combis y congresistas. Las naturalezas de sus oficios imponen límites expresivos y cuotas de razonamiento verbal. Pero inculquemos en los más jóvenes la posibilidad artística del improperio, pues si el estilo hace al hombre, un intercambio alturado de injurias de alto nivel propiciaría una convivencia más civilizada e inspiradora.
Queda el ejemplo señero del mejor exponente vivo del insulto cómico, el maestro Don Rickles, a quien se le atribuye esta formidable pieza:
Usted domina la aritmética: suma problemas, resta placer, divide la atención y multiplica la ignorancia.
Más fino que la versión abreviada de Melcochita, el consabido imbéeecil.
(1) Curioso: el adjetivo posesivo de tercera persona ‘su’ trastoca el insulto en elogio, admiración y hasta denotativo de excelencia.