Por Eloy Jáuregui
Habían quedado en verse en el cafetín frente a la universidad Villarreal y ahí estaban ya aquel atardecer del verano de 1970. Jorge Pimentel llevaba una ruma de papeles escritos con su letra cabalgante y Juan Ramírez Ruiz apareció con una talega de libros. Fue una reunión tensa, acalorada, donde se resumía aquel estado febril de un trabajo que les había tomado meses. Ya en la madrugada del día siguiente, regresarían a sus casas con un documento histórico para las letras peruanas, el manifiesto “Palabras urgentes” que proclamaba: “Si somos iracundos es porque esto tiene dimensión de tragedia. A nosotros se nos ha entregado una catástrofe para poetizarla […] Hemos nacido en el Perú, país latinoamericano, subdesarrollado, hemos encontrado ágiles ruinas, valores enclenques, una incertidumbre fabulosa y la mierda extendiéndose vertiginosamente”.
El documento se publicó dos meses después en el primer número de la revista Hora Zero y allí también se denunciaba que cuando la literatura se convertía en institucional, condicionada por el poder o las mafias culturales, era un instrumento inmoral al que había que hacerle frente, así sea apelando a las utopías, que existen e insisten. Los jóvenes poetas, poco después, serían expulsados de la universidad por los apristas por aquella revista que solo reconocía a César Vallejo e iba acompañada de unos poemas insólitos. La intrusa calle había puesto sus patas de elefante en la fina vidriera de la poesía peruana que hacía poco había sufrido un traslado de los paradigmas de la poesía francesa y española, de los años cincuenta, al del británico modo de los setenta.
Aquella revista motivó a escritores de origen provinciano a poblar también los vacíos literarios de sus lugares de origen: Chiclayo, Pucallpa, Huancayo, Chimbote, Chachapoyas, Cerro de Pasco; autores como Mario Luna, César Gamarra, Ángel Garrido, José Cerna, entre muchos otros. Aquel estilo directo de lo que se llamó después “la sintaxis callejera” fue el hilo umbilical de esta generación impura. “En mi país la poesía ladra orina tiene sucias las axilas”, escribía Enrique Verástegui en su primer y más celebrado libro En los extramuros del mundo (1972).
—El poema integral—
En aquellos años, al impulso de una urbanización caótica y las guerras sucias, surgió la poética de Hora Zero (HZ) que, al principio, reflejaba los grafitis de una pandilla y sus galaxias: el barrio, los estadios de fútbol, el cine, la radio y TV, los conciertos de rock y salsa; también mayo del 68 y la masacre de Tlatelolco; también el Che y Vietnam.
Pero, al mismo tiempo, como toda vanguardia que se respeta, HZ propuso una poética: el ‘Poema integral’. Formalmente, en ella cabía de todo como en un cajón de sastre: la prosa, el verso, el ensayo, el lenguaje de los ‘mass media’. Pero ‘integral’ tenía un antecedente en la discusión programática del Perú de los años 20. Se hablaba entonces de un ‘Perú integral’, conjunción salomónica del todo que debía reconocerse proporcionalmente en sus partes contrariadas.
La crítica replicó que HZ no tenía objetivamente una estética uniforme (digamos a la manera surrealista). Absurdamente, lo que pretendían cuestionar era la ausencia del espejo infinito de la repetición o de la clonación como indicio, sin entender que en HZ había varios estilos visibles porque esa fue la propuesta del “poema integral”: hay quienes como Jorge Pimentel y Dalmacia Ruiz-Rosas pasan de la épica callejera al hablante travestido por desgarrado y que como sello de identidad te dejan una herida y más tarde seguramente una cicatriz imborrable. Pero también existían los eróticos e irónicos desde el realismo sucio como Manuel Morales y los experimentales como Enrique Verástegui, Juan Ramírez Ruiz y José Cerna; los exploradores del cuerpo como Carmen Ollé y los tempranos neobarrocos de la poesía latinoamericana como Ricardo Oré, Yulino Dávila y más tarde Roger Santiváñez. La palabra integral contra el copy/paste abarca la historia pequeña (que nos afana día a día de manera infame, decía Philip Levine) y la abarcadora de la extensa memoria como en El Dorado, de José Carlos Rodríguez, y Cementerio general, de Tulio Mora. Otro estilo es el texto despatriado de los que escriben desde la orilla de la ajenidad y aun del prestigio literario como Jorge Nájar.
Todo esto a partir de la segunda edición de "Los broches mayores del sonido", un voluminoso estudio y antología del recordado poeta Tulio Mora —que se presenta hoy viernes a las 19:00—, que es el testimonio de la trayectoria de HZ durante cinco décadas dentro y fuera del Perú. Una demostración de que sigue siendo una vanguardia con libros valiosos y rotundos.