Dante llegó con su desparpajo usual y, luego de algunas horas y copas, me soltó en la cara: “Cuando vengo a tu casa siento que estoy en Bauhaus”. No era, claro, un elogio, ni siquiera un apunte decorativo, sino la constatación de que el criterio con el que elaboro listas en Spotify es obsoleto a niveles museísticos. En el parlante sonaba la bella versión de Echo & The Bunnymen de “Soul kitchen”.
Eso fue lo que recordé cuando leía sobre el pequeño escándalo armado por Leslie Shaw a propósito de su lapidaria: “El rock ya pasó de moda”. En realidad, en el Perú nunca lo estuvo, y es probable que su importancia no sea más que un espejismo inflado producido por la sobrerrepresentación de una clase media urbana incapaz de reconocer su privilegio y soledad. Ya el Instituto de Opinión Pública de la PUCP, en su Radiografía Social de Gustos Musicales realizada en 2017, comprobó que la preferencia por el rock no llegaba nunca al 20 % en nuestro país, ni en español ni en inglés. En ninguna región del Perú el rock estuvo entre los cinco primeros lugares de preferencia en esa encuesta nacional de opción múltiple. La cumbia, algo llamado “balada/ música romántica”, el huaino y la salsa eran, con distancia, los géneros preferidos por los peruanos. Digamos, entonces, que Shaw no se equivocaba, pero tampoco tenía razón: el reguetón tampoco era especialmente popular cuando se tomó esa foto (12.9 % del gusto general, aunque puede haber aumentado).
Quienes pisan los 40 no tienen derecho a mostrar sorpresa. La industria musical ha sido transformada a tal punto que ha dejado de ser un modelo de negocio sostenido en el soporte (LP, casete, CD) y ha pasado a estar sustentado en el espectáculo y la suscripción. Si alguna vez se formó un mainstream ordenado a partir de un sistema de creación (artista), producción (sellos), difusión (emisoras), distribución (retail) y prescripción (revistas), hoy todo ha sido o será reemplazado por un algoritmo. El año pasado, me tocó reprobar un examen al respecto, en Berlín, elaborado a semejanza del famoso test de Turing. El gurú de la vanguardia tecnológica puso dos pistas: una que era el resultado de una genuina expresión humana y otra elaborada por una computadora a partir del reciclaje de varias pistas del Billboard 100. El software no solo había sido capaz de proponer un ritmo y fabricar una melodía perfectamente radiables, sino también arreglos armónicos correctos y un timbre de voz cálido. Una de las canciones era sosa y tonta y la otra sonaba como los Beatles. Por supuesto, escogí la última. Sin merecerlo, sentí súbita empatía por Kasparov cuando Deep Blue.
No basta la constatación de un hecho para asimilarlo. Son dos acciones distintas que pueden vivir en paralelo durante bastante tiempo sin entrar en contradicción. Tampoco es una novedad: después de Prince hablar de rock es más o menos irrelevante, aunque la inercia y cierto ombliguismo obliguen a creer que la concentración de genialidad artística en la música no ha variado en las últimas décadas, como dice Francisco Melgar. Por otra parte, decretar la muerte de un género no lo desaparece; es, apenas, una señal de que quien oye tiene más edad de la que quisiera. Las señales del derrumbe están a la vista: mi penúltima adopción musical fue The War on Drugs y la única manera de justificarlo es que Kurt Vile me parece el hijo no reconocido de Bruce Springsteen y Robert Smith. Pero no seamos más ridículos. Finalmente, que el rock muera no es tan importante como que King Krule viva.