Esta semana reseñamos el restaurante del chef Octavio Otani.  (Foto: El Comercio)
Esta semana reseñamos el restaurante del chef Octavio Otani. (Foto: El Comercio)
Paola Miglio

Ya desde las 11:30 de la mañana comienzan a aparecer los hambrientos. Los días de verano, aquellos en los que el sol no nos es mezquino, se prestan incluso para abrir un almuerzo semanal con una cerveza. O una . El Lobo de Mar, que fuera de Octavio Otani, tiene toda la vida recolectando experiencias que solo los buenos cocineros saben dominar. Conseguir producto fresco y respetarlo hasta la mesa es una de sus habilidades. Por eso sus insumos son de buen talante, sus pescados firmes, sus mariscos recogen esa profundidad de mar que queremos en el plato: sin agresiones, llena de matices. Y la respuesta es el trato.

Más allá de sus viandas contundentes, de sus tacu tacus ‘instagrameables’ y esos arroces chaufa que se salen de la vajilla y por los que se hace cola, son sus salsas y sazones las que abrazan esa herencia japonesa y cuentan una narrativa original de casa nikkei. Lobo de Mar tiene sus formas propias y una personalidad directa, de barrio nostálgico, el encanto de un Miraflores de aquellos que podría poblar, perfectamente, un cuento de Ribeyro.



“Sus chitas en sudado o fritas al ajo son un golpe fuerte y certero”.

El salón no es prolijo, es un caos sincero en el que se acumulan los comensales unos tras otros. Se anotan en la libreta que cuelga de la puerta: uno, dos o tres; y los unos a veces se sientan en la misma mesa con los otros, sin hablarse, sin conocerse, pero compartiendo un legado que hila aquello peruano con eso japonés que vino hace ya tanto tiempo y es casi nuestro.

El servicio de sala es atento y sonriente. Parece revolotear en un orden propio que confunde al visitante pero resuelve pedidos con prontitud, aunque quizá por eso, al servir, los descuidos se noten en los bordes de los platos, se olviden de algún pedido o la orden salga antes de tiempo y a alguna salsa le falte un par de minutos para alcanzar su punto. Ha pasado, un par de veces. Y ahí es donde surge la pregunta y el panorama se entrevera: ¿es posible mantener la constancia, el estándar, con tanto alboroto y urgencia? ¿Con la demanda y las expectativas tan altas? Debería poderse.

Sus picantes, los que sin duda son un privilegio poder encontrar en tal variedad, no lograron una salsa balanceada, a pesar de su ligereza y suavidad. Se podría haber conseguido mejor textura para el pulpo; lo mismo para los caracoles al sillao que aterrizaron luego; el menjunje que los cubría, eso sí, equilibrado. Puntual. Quizá relajarse un poco en los tiempos sea buena idea, y la prisa no tan buena consejera. Bien dicen que mientras más larga la espera, más dulce será la rendición.

Sus chitas en sudado o fritas al ajo son un golpe fuerte y certero. A su tortilla de conchas, eso sí, se le pasó la mano y pudo haberse servido más húmeda y con una cocción pareja. Un lapsus que puede remendarse. El cebiche llegó potente y sincero; pero aquello que no puedo olvidar, más allá de la generosidad en los arroces o aquellos camarones en los que da gozo zambullirse cuando no están en veda (ahora hay veda, no pedirlos, tampoco se los van a servir), es una delicatessen de calamares con ostiones y ajo, de fritura impecable, algas, vegetales crujientes, todo envuelto en jugos sutiles, de una elegancia profunda y sabiduría que solo acumula el quehacer. Puede ser quizá lo más sencillo o en cambio lo más complicado: insumos que conectan dos tierras lejanas, que tejen así una historia nueva. Por aquel plato, vuelvo siempre. Que no se cambie.

Más información

Tipo de restaurante: cebichería, nikkei. Dirección: calle Colón 587, Miraflores. Horario: de martes a domingo, de 11:30 a.m. a 5 p.m.; cierra los lunes. Estacionamiento: cochera en Diego Ferré 275, Miraflores. Carta de bebidas: vino, cerveza, refrescos. Precios promedio por persona (sin bebidas): S/80.

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