La mayoría de las veces cocinar no es sobre tener una voz, sino sobre dársela a tus clientes. Estoy en Alanya Café, un lugar discreto en la calle Domeyer, en Barranco, y se me ocurren algunas ideas peregrinas. Primero, que debe ser muy difícil destacar en un vecindario con tanta estrella gastronómica y con tanto espacio que brilla en la prensa y en el mundo. Cruzando la calle está Siete, de Ricardo Martins, repleto de ondaza y sabor. En la esquina, Isolina, con su cocina criolla de fama regional. A siete minutos a pie, Central, con capítulo en Netflix, y a cinco, Mérito, recientemente aplaudido en Madrid Fusión. ¿Qué puede hacer un restaurante pequeño para encontrar su lugar ante tales colosos?
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Escuchar al vecindario, me dice lo que tengo el frente, una carta pequeña que resume, como hacen las cartas que funcionan, los usos que el barrio da al espacio: toman café y lo acompañan con algo para comer, a veces en la tarde y otras veces como desayuno; cuando es de noche toman una copa y la acompañan con algo más y ocasionalmente quieren un plato para un almuerzo sencillo, funcional y sabroso. Las opciones que se despliegan responden a estos imperativos: unos cuantos sánguches, un par de tostas, una tablita de quesos, un puñado de pizzas. En la entrada dos vitrinas al lado de la máquina de café con croissants rellenos y pastelería para acompañarlo. Por ahí una pasta fresca hecha en casa con dos salsas básicas diferentes y un par de ensaladas. Y para la noche una carta de cocteles sencilla, fácil y barata, con un par de mocktails para quien no quiera alcohol.
El boca a boca ha hecho su trabajo y tres cosas empiezan a llamar la atención fuera del barrio: algunos postres, la bollería y las pizzas. Si quiere ponerlos a prueba, pida la maceta de chocolate, el croissant de cheesecake y la pizza de quesos.
El primero tiene la forma de un cactus. Lleva crema de maní, bizcocho de culantro, crema de kión, mousse de tequila y limón y tanto la base como la cubierta son de chocolate. El postre es pequeñito pero está recién hecho, y por lo tanto, como ocurre siempre con la pastelería, se expresa en todo su esplendor. Hay complejidad, sensibilidad y cariño, en raciones del tamaño justo para acompañar el antojo dulce del café.
El éxito de los croissants rellenos permite también su producción y rotación diaria. Los rellenos son de buena calidad y demuestran nuevamente cariño y cuidado. El caso de la pizza es igualmente excepcional en un barrio en el que abundan las opciones de ese tipo –aquí han estado todos, desde La Linterna hasta Pan.Sal.Aire– y logra bordes crujientes con rellenos cuidados y sabrosos en un rango de precio un poco más barato.
Rara vez alguien dice que comió increíble, pero el lugar para lleno y la gente sale feliz con sus necesidades satisfechas: el ticket no es demasiado alto, se vuelve a menudo, y las cosas se hacen con tanto cariño que ya se habla de ellos en barrios más remotos y con su propia oferta. La pastelería es buena, la pizza sorprende gratamente por el precio, pero la bollería parece ser la mejor de la ciudad y la demandan por delivery de todas partes. Un caso exitoso, y todo por saber escuchar a los vecinos.